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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



martes, 16 de noviembre de 2010

Una incursión.

-Che, sé algo que es falso.
-Ya sé.

martes, 26 de octubre de 2010

Una escapada

Tal vez una mujer perdida, u olvidada. Tal vez un amigo encontrado después de un tiempo. Tal vez un auto nuevo, o uno viejo pero que rueda todavía. Tal vez solamente un fin de semana sin estudio ni trabajo. Cualquier cosa motiva, y por qué no, si San Vicente no está tan lejos y en tres cuartos de hora llegás, o un poco más, depende del tráfico.


La ida no estuvo mal. Además eran dos y tenían todo el baúl y los asientos traseros para sus cañas de pescar, su disco de arado, su equipo de música y sus libros. La carpa la armaron en diez minutos. El camping estaba vacío todavía y la laguna quedaba a dos cuadras. Parecía que también la laguna estaba vacía. No se lamentaron, estuvieron dos horas leyendo, tirando la caña de vez en cuando con éxitos tan insignificantes que no valía la pena llevarlos, y los volvían a meter al agua. Por atrás de Cortázar, Manuel escuchaba a Atahualpa Yupanqui. Esteban, tirado en el pasto tarareaba la chacarera de las piedras y veía, alejándose, la boya de su caña flotando en el espejo intacto de la laguna.

−Creo que agarraste algo. Fijate que se está moviendo mucho, si es grande nos ahorramos la plata del almuerzo.
Entonces yo estaba parado junto al río, mirando las aguas. Después de todo mi vuelo y mi caminar estaba ahora inmóvil como esperando algo. Y el silencio seguía y no se escuchaba el chapoteo; no, no se lo escuchaba.
Esteban se apropió de la caña de Manuel y empezó a tirar delicadamente. Esteban sabía manejar la caña. El viento hacía sonar las hojas de los sauces y Atahualpa parecía cantarle más a los árboles que a los pescadores.

−Es una tarucha, Manu. Es bastante grande, mirá. Con otra de estas nos alcanza para el almuerzo, eh. Dale, tirá el libro al agua, mirá el pescado.
Manuel levantó la vista y se río: Tirá ese libro por la ventana… No, por la ventana no; caería al río. Nada debe caer al río, ahora, y menos un libro.
Pero en esta agua no había nada malvado. Solamente dos o tres peces, y un pescado que ya estaba en el balde. Era cierto. Era bastante grande. Si compraban unas papas iba a alcanzar bien para los dos.



Al final almorzaron en un restaurant y a la tarde tomaron unos mates y una siesta. Dejaron al pescado en el balde y cuando ya empezaba a oscurecer fueron a ver si podían pescar algo más. La luna los recibió desdoblada, en el cielo y en el agua.
Yo no le canto a la luna porque alumbra y nada más. Le canto porque ella sabe de mi largo caminar.
La noche de pesca les dejó dos tarariras más. Decidieron prender el fuego ahí, al lado de la laguna. Compraron unas cervezas y carbón. El disco de arado lo tenían en el auto. Por suerte, también tenían camperas y cigarrillos; cosas que no pueden faltar en una noche al aire libre.
Tú sabes que mi sueño era de noche; pero ahí no había luna y sin embargo se destacaba el paisaje con una nitidez petrificada.

El pescado se había pasado; estaba horriblemente seco. Pero las bocas más pedían cerveza y charla y humo que alimento. No habían hablado del por qué todavía, no habían hablado de eso. No habían hablado de nada. Tampoco era que hiciera falta, pero tal vez Manuel… Tal vez Esteban… Mejor prender otro pucho, servir más cerveza.

Soñé que el río me hablaba con voz de nieve cumbreña y dulce me recordaba, las cosas de mi querencia.
Esteban, al tono del viaje, abrió su libro de Güiraldes. Era un libro de cuentos. Manuel perdió las ganas de charlar, pero escuchó a su amigo leer en voz alta. Ya era tarde. Esteban leyó tres cuentos; eran cortitos. Cerró el libro y lo fue a guardar al auto.

−Es tarde y la tararira te salió asquerosa.
−Tú que puedes, vuélvete.−Me dijo el río llorando− Los cerros que tanto quieres –me dijo− allá te están esperando.
−No es tarde. Recién está por amanecer y nos queda poca cerveza. Si querés ir, andá. Yo me quedo un rato más. Se está de lindo acá.
Es cosa triste ser río. Quién pudiera ser laguna. Oír el silbo del junco cuando lo besa la luna.



Al día siguiente volvió a despedirse de la laguna. Se quedó un rato mirándola y, antes de irse, tiró el libro de Güiraldes lo más lejos de la orilla que pudo. A la vuelta, el auto parecía más liviano. Cualquier cosa motiva, y por qué no, si San Vicente no está tan lejos y en tres cuartos de hora llegás, o un poco más, depende del tráfico.
Qué cosas más parecidas son tu destino y el mío. Vivir cantando y penando por esos largos caminos.

lunes, 18 de octubre de 2010

Soluciones a un problema hídrico

El día que Andrés se mudó llovía torrencialmente. La casa era relativamente vieja; por eso no le sorprendió encontrar una gotera en el living, justo donde podría ir perfectamente el sillón de cuero o la alfombra japonesa que había comprado hacía no mucho. Después de bajar las cajas empapadas del camión de la mudanza puso un tachito bajo la gotera y se fue a estrenar la ducha y probar la eficacia del calefón. El agua salía bien caliente. La toalla estaba húmeda, consecuencia inalienable del hecho de haber sido transportada en una caja de cartón sin mayores reparos; se puso la misma ropa que tenía antes a falta de una muda desempacada (ni hablar de que probablemente toda su ropa estuviera mojada) y bajó a poner un poco de orden y a desembalar algunas cosas. En la sala de estar el tacho estaba por desbordar, y era de esperarse por las respectivas dimensiones del pequeño tacho y de la obstinada gotera. Tiró el agua por la puerta de la cocina, la que da al patio, puso un tacho más grande y subió a su cuarto con dos cajas pesadísimas y húmedas. Cuando bajó a buscar las otras cajas el tacho grande estaba por desbordar. Enojado, Andrés tiró el agua y decidió no poner ningún tacho: cualquier contención tachística sería inútil ante tamaña gotera.


En la cocina el ruido y el olor de la tormenta eran algo de no creer. Por la puerta abierta entraba el olor del pasto mojado y por todos lados entraba el sonido del agua chocando rabiosa contra los vidrios, las chapas de los techos, las paredes y los charcos de agua. Esa violencia hacía a Andrés pensar en el agua bajando, corrompiendo todo, apoderándose de todo lo que podía y arruinando todo lo otro, aprovechándose de desperfectos en el piso para aglutinarse, usurpando botellas, gomas de auto, excediendo su habitual espacio en las zanjas y adentrándose en el terreno impropio de las calles y las veredas, hostil. Mientras tanto, la otra agua, no la que caía desenfrenadamente, sino la que había salido tierna y servicialmente por la canilla ya estaba haciendo ruido en la pava, avisando que era el momento de apagar el fuego. Con el mate preparado, Andrés fue a buscar la caja donde había puesto, estratégicamente, los libros que todavía no había leído. Resolvió que ése no era un día para ordenar. Prefería dejar que las cajas se secaran y ordenar al otro día. Al abrir la puerta, el agua lo empujó hacia atrás: levantó la vista y vio algunas cajas, con ropa evidentemente, que flotaban, mientras otras con papeles, fotos, videos, estaban sumergidas en ese gran lago en el que se había convertido su sala de estar. Lo que más lo entristeció fue ver el sillón de cuero, alejado de la gotera, totalmente empapado y la alfombra, enrollada, flotando entre las cajas deformadas.

En seguida Andrés abrió las puertas y la ventana para que se fuera toda el agua y fue rápido a buscar el secador y un par de trapos de piso. Mirando la odiosa gotera, Andrés entendió que era mejor volver a poner el primer tachito y dejarlo sólo, que se llene gota a gota, antes que no poner nada y dejar que el agua llene sin ninguna consideración o respeto su propia sala de estar.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Por la ventana

Por la ventana de adelante se ve la calle, de tierra. Por la de atrás se ve la pampa, inmensa; algunos árboles, muy a lo lejos, y los kilómetros y kilómetros de alambrado. Pero por la de adelante se ve el camino y, unas cuadras para allá se ven otras casas, se ve el almacén y, si se mira con atención se pueden distinguir, a lo lejos, la comisaría y la escuela, muy parecidas, una al lado de la otra. A la mañana los alumnos izan la bandera y ya queda arriba durante todo el día; a la noche el comisario la baja y la guarda en la escuela. Pero eso se ve prestando mucha atención, nomás; si se mira atento a lo lejos. A veces, cuando me levanto temprano empiezo con esta actividad de mirar atento para ver la escuela y puedo ver a los alumnos, que no serán más de veinte. Si ese día estoy muy atento, incluso puedo distinguir a los hermanos que vienen desde el fondo de la pampa, caminando. Desde muy lejos. Si me levantara muy temprano y mirara por la ventana de atrás, vería de frente su silueta, agrandándose cada vez más, volviéndose cada vez más nítidas, acercándose, desapareciendo por el marco izquierdo de la ventana y, si en ese instante, sin apuro, quisiera ir a la ventana de adelante, por la que se ve el camino, vería aparecer a los hermanos, de espaldas, tomando el camino, alejándose; sus siluetas se volverían cada vez más difusas, se achicarían conforme se fueran acercando al mástil de la escuela, o de la comisaría.

sábado, 28 de agosto de 2010

Pasajero

Carlos vivía en un pueblito. No es necesario aclarar cuál; sólo decir para aquel que no lo sepa –aquel que pueda jactarse de conocedor de la vida de Carlos, o de la vida en los pueblitos en general puede tranquilamente saltear el siguiente par de renglones (moderadamente, hay que cuidarse del corazón, la tensión...) – que, como mucha gente que vive en pueblitos (entiéndase por pueblitos no sólo pequeños pueblos con pocos habitantes, sino también pobres y desconocidos, aunque todo esto sea provisorio), no tenía automóvil y sólo se desplazaba a pie.
Su trabajo –eje importante de este cuento por el simple hecho de que pronto dejará de existir (no quiero adelantar mucho, pero aquel que quisiera, podría establecer una analogía entre éste y el personaje y sería libre de hacerlo; ¡No se preocupe, Lector! ¡No es mi intención asustarlo! Carlos no se va a morir en el curso de esta historia a menos que, habiendo leído a Macedonio Fernández, quisiéramos establecer la rebuscada verdad de que los seres escritos mueren al final de la lectura)– como la mayoría para aquellos que no son dueños de nada, ni siquiera de su propio trabajo, o nombre (sabrán ustedes que fui yo quien se lo dio, y no sus padres, como se pretende), no le permitía tomarse ninguna libertad más que la de comer lo que estuviese más barato según el momento del año o los avatares de la política que, más que en su pragmatismo incomprensible, no le interesaba para nada a nuestro hombre del que hasta ahora sólo conocemos el nombre y, muy difusamente, el lugar donde digo yo que estuvo por mucho tiempo (se desprende esto de mi utilización del pasado imperfecto; esto y que no está ahí en este momento); recuerden que aún no dije de qué se trataba su trabajo y aún no decidí si lo diré en algún momento del relato, imaginen ustedes las razones de esta decisión aún no tomada.
Dispénseme, acaso desilusionado Lector, si la lectura de esa especie de prólogo le resultó molesta, sólo quería que nada se escapase a la “perfección” que se requiere para que un relato de esta índole (no la conozco yo, pero es posible que alguien ya lo haya clasificado) resulte, al menos, comprensible.

martes, 24 de agosto de 2010

El lugar del alma

Arturo Herrera fue mi médico de joven, cuando todavía a mí me interesaba mi salud y a él le interesaba la medicina. Con el tiempo Herrera fue volviéndose más mi amigo que mi médico e iba a sus consultas solamente para charlar y, de pasada, las veces que iba con alguna molestia verdadera, me revisaba. Nuestra amistad se basaba principalmente en discusiones literarias: yo daba clases de literatura argentina y latinoamericana en la universidad y él, por su parte, era muy entendido en el tema: era un ávido lector. Más adelante, ya pasados los cincuenta años los dos, empezó a citarme en su casa antes o después de ir al consultorio. Ya en su última época había abandonado la medicina y no por problemas de salud, sino por, según él, haber encontrado lo que había estado buscando.


La primera vez que fui a su casa, me había invitado a almorzar. Cuando llegué, él estaba sentado en un sillón en el jardín tomando un trago. Era entrada la primavera y comimos afuera, debajo de la glorieta. El jazmín del país todavía estaba repleto de flores y el olor dulce se mezclaba con el del vino y el de la salsa de los ravioles. Esa vez fue cuando me comentó que estaba desinteresado de la medicina, pero que no podía dejar de ejercerla y no por causas económicas: había ahorrado suficiente para vivir cómodo por lo que le quedara de vida, y a eso se le sumaba una suma cuantiosa proveniente de una herencia de un tío-abuelo español cuyo nombre no recordaba, pero que había sido suya por no tener aquél un familiar más cercano: era viudo y no había tenido hijos. “Esas cosas del azar”, había dicho. Las causas por las que sentía que no podía abandonar la medicina eran, con sus propias palabras, metafísicas. Hacía rato, me comentó, que había empezado a leer por pura curiosidad algunas obras de Platón y Aristóteles. Sentía que un hombre culto como él no podía no conocer esos textos. Al principio no le interesaron mucho, pero mientras iba leyendo notó que ninguno daba una plena caracterización sobre la manera en que se relacionan el alma y el cuerpo, a pesar de que ambos hablaban vastamente de estos dos conceptos. El tema le interesó por demás, me admitió, e intentó reconstruir lo que a ambos autores les faltaba, pero no pudo. Fue en ese momento en que comenzó su desencanto por la medicina: él pensaba que podía entender bien la naturaleza humana si comprendía cómo funcionaban cada uno de los órganos, cómo se relacionaba el hombre con las cosas exteriores a él, como el oxígeno, el alimento e incluso los otros hombres; cómo funcionaban los ojos y cada uno de los sentidos y, sobre todo, cómo funcionaba el cerebro: qué pasaba dentro de uno cuando charlaba con otro, cuando soñaba o pensaba para sus adentros, pero la medicina no le daba respuesta a ninguna de esas preguntas. Así fue que continuó con la lectura de otros filósofos y descubrió que la problemática del alma había sido ampliamente tratada por los filósofos medievales. Leyó atentamente a San Agustín, a Nemesio de Émesa, a Avicena y a Santo Tomás, pero no encontró en esos autores ninguna respuesta que satisfaga su curiosidad. Así empezó a darse cuenta que la filosofía tal vez no era encontrar respuestas, sino sólo buscarlas y empezó a reflexionar, según me comentó, si lo que él hacía desde la más remota ignorancia del tema no era al menos en parte, filosofía. Cuando, un poco desilusionado de encontrar respuestas, empezó a leer a Descartes, le volvió el alma al cuerpo (esas fueron sus palabras). Entre los autores que había leído ninguno daba una respuesta tan exacta (exacta no significaba verdadera, me aclaró en seguida: él estaba totalmente convencido de que Descartes estaba en un error) sobre la ubicación del alma: para el filósofo moderno el alma estaba ubicada dentro del cuerpo como el vino está dentro de la copa, o la silla adentro de la casa. El alma estaba en una glándula ubicada en el centro del cerebro; es la que nosotros hoy llamamos glándula pineal o epífisis, me explicó. Esto lo alentó un poco no sólo en su búsqueda filosófica, sino también en su profesión médica; estaba dispuesto a encontrar, si es que existía, aquel lugar del cuerpo donde reside el alma. Esa búsqueda era la que no le permitía abandonar definitivamente la medicina. Fue durante ese primer encuentro cuando me confesó que buscaba algo que no sabía cómo buscar ni cómo reconocer, en el caso de encontrarlo. Me propuse y le prometí que lo iba a ayudar en todo lo que pudiera.

lunes, 5 de julio de 2010

Ex falso sequitur quodlibet

"Como se recordará, le había preguntado si
seguía durmiendo y ahora escuché:
-Sí... No... Estuve durmiendo...,
y ahora..., ahora..., estoy muerto"
Edgar Allan Poe

Todo empezó cuando trajimos a Bronislao a casa. Obviamente que para traerlo tuvimos que hacer grandes cambios: pusimos una red en el patio para que junto con las paredes y el piso formaran una jaula gigante; tuvimos que ponerle un mosquitero a la puerta del patio y las ventanas de las habitaciones quedaron clausuradas. Y todo para que Bronislao no se escapara.

Algo parecido había pasado antes con el zorzal, pero ni tiempo de ponerle nombre tuvimos que mi papá ya lo había soltado. “Me da lástima verlo enjaulado” había explicado. Por eso mismo cuando en la forrajería vio a Bronislao por primera vez no sólo se indignó completamente, sino que empezó a planear la manera de traerlo a casa. “Está en una jaula tan chiquita que casi no le entra el pico” nos contó. Esa semana sólo hablamos del tucán y de lo que tendríamos que hacer para traerlo a casa e intentar darle una existencia un poco más digna. Obviamente que soltarlo no podíamos. Se iba a morir en seguida.

Todo iba bien: ya habíamos puesto la red en el patio, ya le habíamos construido un nido con cañas, ya habíamos puesto el mosquitero en la puerta. Apenas mi papá llegó con la jaula (que de verdad era muy chiquita), lo soltamos en el patio donde el pájaro voló hasta posarse en la rama del jacarandá. En seguida decidimos que lo íbamos a llamar Bronislao. Ahí fue cuando empezó todo. Ver al tucán posado en la rama del árbol desde mi habitación era nuestro pasatiempo más divertido. Pero mi mamá se imaginaba cosas raras. Al principio no tanto: solamente se preocupaba porque estaba por llegar el invierno y no sabía si el bicho, acostumbrado al clima tropical de Misiones iba a sobrevivir al frío del conurbano bonaerense. Pero después, a medida que iba pasando Junio decía que podía sentir el frío y el miedo de Bronislao, que lo podía ver en sus ojos y en sus plumas. Decía que sentía el sufrimiento del animal y que lo podía ver en el pico, que de a poco iba perdiendo su naranja natural. A mí no me parecía menos naranja. “O se muere o no se muere” sentenció mi hermano. Y tenía toda la razón.

viernes, 25 de junio de 2010

La maldición

Cuando la gente me ve, me reconoce y es simultáneo a ese reconocerme que ya me empiecen a felicitar y a congratular indefinidamente. El disimulo o la modestia no sirven de nada y siempre (lo que se dice siempre) se dan cuenta. Se dan cuenta apenas me ven quién soy y qué hago; o por lo menos quién soy y qué puedo hacer.
Pero nada sirve de nada. Imposible que me comprendan, imposible que, al intentarlo, no me acusen de falsa modestia. Incluso algunos me llaman egoísta: “cómo puede ser que alguien que puede hacer lo que vos no lo comparta con el mundo.” Pero no entienden que no es tan fácil. No es tan barato. Todo tiene sus ventajas y sus desventajas. Pero no. Nada sirve de nada.
−Era chiquito cuando me di cuenta, y ya desde entonces fue horrible. Sí, horrible, créame. Terriblemente doloroso. No; no es una bendición divina, señor. Es ira, venganza divina. No, no es falsa modestia, tampoco egoísmo. Por favor, créame. Le digo que si todo mi cuerpo pudiera… pero no es así. Le decía, que era chiquito cuando me di cuenta: estaba corriendo por las escaleras y en una de esas me tropecé y no me caí. Pero sentí un terrible dolor en un lugar donde hasta entonces no había sentido nada: en las pelotas. Pensé que me habría golpeado, pero no: estaba flotando, volando. Le digo señor, volar no es un don, es una maldición divina. O al menos volar como yo lo hago. Cada vez que decido volar, al igual que usted cuando decide caminar mueve un pie y después el otro, bueno, cuando yo decido volar, vuelo: de a poco y por partes mis miembros van liberándose de la presión gravitatoria y mi mente se vuelve dueña de todos mis movimientos. Pero le digo, señor, que no todo mi cuerpo vuela. De a poco, y por partes, le decía, mis miembros se liberan de la opresión gravitatoria: mis hombros, primero, mi cuello y mis brazos, mi torso y mis piernas. Casi todo mi cuerpo está libre ya de la presión que nos ata a la tierra, pero todavía parece que estoy apoyado en el piso. Lo único que siento yo es un cosquilleo ahí abajo que es hasta simpático. Pero cuando decido hacer uso efectivo de mi habilidad para volar: ¡EL DOLOR! Todo mi cuerpo se separa del suelo, todo menos mis pelotas, señor. Cuando de a poco toda mi estructura corporal se aleja del suelo, mis bolas no se mueven del lugar en el que están. Y todo el resto del cuerpo sí ¿me entiende? Y no se imagina lo que se siente. Es un dolor horrible, señor. Créame. Volar, al menos como yo vuelo, no es un don. Es una maldición. Me alegra que me escuche y me comprenda, señor. ¿Cómo dice? Pero… Sí, en realidad… Sí, señor, le puedo mostrar por última vez cómo es volar pero no preste atención si grito como un condenado o si, a medida que levanto mi cuerpo del suelo, cae de mis ojos alguna que otra lágrima.

jueves, 24 de junio de 2010

Acontecimiento Cartesiano

El perro lo miraba y se ponía panza arriba. Evidentemente, algo le funcionaba mal. No conocía lo suficiente la mecánica canina como para arreglarlo. No sabía qué hacer. Cuando el bicho se acercaba, se ponía panza arriba y él, por las dudas, lo acariciaba.
En una de esas, el perro se puso panza arriba, y él lo acarició como siempre. El perro empezó a mover la pata izquierda, como es habitual cuando a un perro se le rasca la panza. Se ve que el intenso movimiento terminó de aflojar un tornillo situado al lado de la pata izquierda y el animal empezó a hacer un ruido extraño...
“Tendría que haberlo intentado arreglar”. Pensó, mientras barría el enchastre de pelos que había quedado de la explosión.

miércoles, 10 de marzo de 2010

El ruido


                “No es necesario imaginar lo que no queremos” pensó, y volvió a mirar para atrás. No había nadie más en el cuarto. Siguió haciendo lo que hacía y lo que venía haciendo desde hacía rato y volvió a mirar para atrás, para cerciorarse nomás. Esa tarea que él estaba haciendo (y que me pidió por favor no divulgar) lo aburría sobremanera, y por eso es que creyó que todo era producto de su imaginación. “Cuando uno está aburrido la mente vuela” pensó. Y siguió. Lo único que me está permitido aclarar es que eso que estaba haciendo, lo estaba haciendo en su dormitorio. Y lo seguía haciendo cuando volvió a imaginar que escuchaba algo. O tal vez escuchó algo de verdad. En toda su casa no había nadie más que él, y el viento (vaya uno a saber por qué: según tengo entendido todas las ventanas estaban abiertas) no corría. Dos cosas podían explicar ese ruido: la que él había elegido (su imaginación) o una presencia inexplicable, algo que no debería estar ahí, pero ahí estaba. Se entiende perfectamente por qué nuestro personaje, que ya puede considerarse y así lo consideraré de ahora en más, nuestro amigo, haya elegido la primer explicación: la segunda necesitaría muchas más explicaciones de índole tal como qué hacía esa persona, animal, cosa, fantasma o monstruo en la habitación de nuestro amigo; cómo había entrado; cuáles eran sus intenciones; etcétera.
                Pero ahora lo volvió a escuchar más claro. “La próxima, me doy vuelta en seguida”, pensó. Se puede ver, si se me permite esta exégesis, que nuestro amigo está empezando a dudar de su teoría imaginativa. Piensa que si se da vuelta en seguida de haber escuchado el ruido, podrá ver la causa (sea fantasma, humano, animal, vegetal o mineral) del susodicho. Y lo escuchó de nuevo; y con una agilidad mental, con unos reflejos dignos de un esgrimista olímpico, dio media vuelta primero su cuello y con él su cabeza y sus ojos, sedes de la vista y el entendimiento, después su torso, que giró por mera  inercia y por último sus piernas, que giraron para mantener el equilibrio de nuestro desequilibrado amigo. Pero nada vio y ya sus nervios no lo dejaban continuar con su tarea. Y ya su imaginación volaba más, esta vez no por falta, sino por abundancia de estímulos. “¿Será un fantasma que me está acosando? ¿Será un monstruo o vampiro que quiere comer mi cuerpo o mi sangre? ¿Será un animal salvaje que entró a mi habitación por alguna de las tantas ventanas abiertas con el mismo propósito que pudiera tener un monstruo, que es el de devorar mi tierno cuerpo? ¿Será un humano, un asesino serial que entró a mi casa con el sólo objetivo de matarme, o un ladrón, que entró en mi casa para robar mis pertenencias?” Ya se ve el grado de paranoia de nuestro amigo, que sólo puede pensar cosas malas. También ya se ve que no consideró, como sí antes consideré yo, que la causa pudiera ser vegetal o mineral y que sí consideró que podría ser un monstruo, cosa que yo no porque di por sentado que entraba en la categoría “animal”. Tampoco consideró que la causa de ese ruido pudiera ser yo, que desde aquí lo estoy mirando; si no lo viera ¿de qué otra manera se le ocurre que podría estar contando su historia?
                Despreocúpese, amigo lector, si es que puedo llamarlo amigo, que lector sé que sí, que no soy yo la causa del molesto ruido. Yo lo veo a nuestro mutuo amigo desde un lugar que no podría explicar, porque si tengo que decir la verdad, este amigo nuestro podría tranquilamente ser lo que vulgarmente se llama un amigo imaginario. No, no soy yo la causa, pero eso a él nunca se le había ocurrido, así que borremos este largo discurso y volvamos a lo que Juan, para dejar de repetir “nuestro amigo” y darle un nombre, hizo al respecto de este recurrente ruido. Ya dije que no podía volver a su tarea sea cual fuera, que usted, lector, no lo sabe y nunca lo sabrá. Su tarea ya la había abandonado, así que Juan no tenía ningún remordimiento de abandonar su habitación, y eso fue lo que hizo. Pero no se imaginen, que la imaginación cuando quiere vuela muy alto, que Juan salió de su pieza para escaparse de la amenaza sonora. No, salió con el simple y único propósito de cerrar la puerta y espiar por el agujero de la cerradura. Y ahora, que tantas alabanzas ya hice de la imaginación, imagínese usted, amigo lector qué es lo que Juan vio, porque algo vio, cuando miró por la cerradura, que de estas páginas ni una palabra más va a salir.

lunes, 11 de enero de 2010

Pentápodo Bicéfalo (viejito, del 2007 creo)

Iba yo caminando por la calle, dirigiéndome a la parada del colectivo. Estaba muy apurado, tenía que llegar a casa rápido. Una vez en la parada, en el banquito para ser más específico, noté a un señor, al lado mío, mirando la hora y la calle, con cara muy seria, fijándose si no venía el colectivo, la hora y la calle, la hora y la calle, la hora y el colectivo a lo lejos, la hora y el colectivo un poquito más cerca.
     Este serio señor estaba muy cruzado de piernas, y al levantarse para parar el colectivo, noté que tenía unos zapatos muy llamativos, pero no tenía un par. Tenía exactamente dos pares y medio de zapatos. Al darme cuenta de esto, lo más rápido que pude acudí a disculparme.
   -Le pido mil disculpas, señor. No noté que usted...
   -No se haga problema, para nada. Muy poca gente se da cuenta. Además, yo trato de disimularlo.
   -¡Oh! ¡Sí! Debe ser muy difícil para usted...
   -Demasiado. No se puede usted imaginar lo mal que me siento siendo un... Bueno, usted ya sabe...
   -Sí sí sí. No tiene que explicarme nada. Por favor, suba.- El colectivo recién había llegado.-Déjeme ayudarlo.
   -No, muchas gracias, yo puedo solo. No en vano tengo...
   -¡Oh, sí! Perdóneme y déjeme aclararle que usted no parece para nada un... Bueno, usted sabe... Desde el primer momento que lo miré a la cara pensé que era un tipo común. Común quiero decir normal. Normal quiero decir... Bueno, se entiende, ¿No?
   -Sí, aunque no puedo recordar bien cuál.
   -¿Qué cosa, señor?
   -La cara que usted vio. Cuál... No recuerdo.
   -No me diga que usted también es...
   -Lamentablemente. No es fácil siendo un... usted comprende, ser también un... Creo que está más que claro, ¿No?
   -Puedo imaginármelo. Uh, esta es mi parada. Un placer haberlo conocido.
   -Igualmente- Pronunciaron sus dos bocas, mientras que sus cinco piernas se balanceaban buscando el equilibrio cuando el colectivo dobló bruscamente en la esquina alejándose de la parada.