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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



martes, 24 de agosto de 2010

El lugar del alma

Arturo Herrera fue mi médico de joven, cuando todavía a mí me interesaba mi salud y a él le interesaba la medicina. Con el tiempo Herrera fue volviéndose más mi amigo que mi médico e iba a sus consultas solamente para charlar y, de pasada, las veces que iba con alguna molestia verdadera, me revisaba. Nuestra amistad se basaba principalmente en discusiones literarias: yo daba clases de literatura argentina y latinoamericana en la universidad y él, por su parte, era muy entendido en el tema: era un ávido lector. Más adelante, ya pasados los cincuenta años los dos, empezó a citarme en su casa antes o después de ir al consultorio. Ya en su última época había abandonado la medicina y no por problemas de salud, sino por, según él, haber encontrado lo que había estado buscando.


La primera vez que fui a su casa, me había invitado a almorzar. Cuando llegué, él estaba sentado en un sillón en el jardín tomando un trago. Era entrada la primavera y comimos afuera, debajo de la glorieta. El jazmín del país todavía estaba repleto de flores y el olor dulce se mezclaba con el del vino y el de la salsa de los ravioles. Esa vez fue cuando me comentó que estaba desinteresado de la medicina, pero que no podía dejar de ejercerla y no por causas económicas: había ahorrado suficiente para vivir cómodo por lo que le quedara de vida, y a eso se le sumaba una suma cuantiosa proveniente de una herencia de un tío-abuelo español cuyo nombre no recordaba, pero que había sido suya por no tener aquél un familiar más cercano: era viudo y no había tenido hijos. “Esas cosas del azar”, había dicho. Las causas por las que sentía que no podía abandonar la medicina eran, con sus propias palabras, metafísicas. Hacía rato, me comentó, que había empezado a leer por pura curiosidad algunas obras de Platón y Aristóteles. Sentía que un hombre culto como él no podía no conocer esos textos. Al principio no le interesaron mucho, pero mientras iba leyendo notó que ninguno daba una plena caracterización sobre la manera en que se relacionan el alma y el cuerpo, a pesar de que ambos hablaban vastamente de estos dos conceptos. El tema le interesó por demás, me admitió, e intentó reconstruir lo que a ambos autores les faltaba, pero no pudo. Fue en ese momento en que comenzó su desencanto por la medicina: él pensaba que podía entender bien la naturaleza humana si comprendía cómo funcionaban cada uno de los órganos, cómo se relacionaba el hombre con las cosas exteriores a él, como el oxígeno, el alimento e incluso los otros hombres; cómo funcionaban los ojos y cada uno de los sentidos y, sobre todo, cómo funcionaba el cerebro: qué pasaba dentro de uno cuando charlaba con otro, cuando soñaba o pensaba para sus adentros, pero la medicina no le daba respuesta a ninguna de esas preguntas. Así fue que continuó con la lectura de otros filósofos y descubrió que la problemática del alma había sido ampliamente tratada por los filósofos medievales. Leyó atentamente a San Agustín, a Nemesio de Émesa, a Avicena y a Santo Tomás, pero no encontró en esos autores ninguna respuesta que satisfaga su curiosidad. Así empezó a darse cuenta que la filosofía tal vez no era encontrar respuestas, sino sólo buscarlas y empezó a reflexionar, según me comentó, si lo que él hacía desde la más remota ignorancia del tema no era al menos en parte, filosofía. Cuando, un poco desilusionado de encontrar respuestas, empezó a leer a Descartes, le volvió el alma al cuerpo (esas fueron sus palabras). Entre los autores que había leído ninguno daba una respuesta tan exacta (exacta no significaba verdadera, me aclaró en seguida: él estaba totalmente convencido de que Descartes estaba en un error) sobre la ubicación del alma: para el filósofo moderno el alma estaba ubicada dentro del cuerpo como el vino está dentro de la copa, o la silla adentro de la casa. El alma estaba en una glándula ubicada en el centro del cerebro; es la que nosotros hoy llamamos glándula pineal o epífisis, me explicó. Esto lo alentó un poco no sólo en su búsqueda filosófica, sino también en su profesión médica; estaba dispuesto a encontrar, si es que existía, aquel lugar del cuerpo donde reside el alma. Esa búsqueda era la que no le permitía abandonar definitivamente la medicina. Fue durante ese primer encuentro cuando me confesó que buscaba algo que no sabía cómo buscar ni cómo reconocer, en el caso de encontrarlo. Me propuse y le prometí que lo iba a ayudar en todo lo que pudiera.

Día tras día, cuando me invitaba a almorzar, a cenar o a tomar mate, me daba el parte médico sobre su búsqueda. Estaba prácticamente seguro de que el alma no podía ubicarse en ninguno de los miembros, porque sino aquellos que tuvieran tal miembro amputado carecerían de alma y eso no parecía posible. También era bastante escéptico respecto de la ubicación cerebral del alma; era verdad que la evidencia apoyaba fuertemente esta hipótesis: ningún hombre puede vivir sin cerebro. Sin embargo él encontraba dos objeciones que me parecían muy claras: Del mismo modo, ningún hombre puede vivir sin pulmones, sin estómago o sin corazón (al menos no en este momento del desarrollo tecnológico-científico de la medicina); la segunda objeción, la más interesante, era que no había ninguna razón para pensar que los hombres no pueden vivir sin alma. Usando como premisa esta objeción, apunté, pensar que el alma no está en algún miembro porque aquellos que no lo tuvieren no tendrían alma, no tenía fundamentos lógicos. Concluí, fiel a mi determinación de ayudarlo hasta donde pudiese, que no parecía haber ningún medio de determinar dónde estaba o dónde no el alma por la única razón de que no se sabía qué era lo que pasaba si no se tenía alma.

A pesar de que su búsqueda casi obsesiva parecía ser infinita o imposible, yo respetaba mucho al doctor Herrera y me parecía que su razonamiento no estaba errado y las charlas con él eran, por lo menos, entretenidas y educativas.

Se ve que el comentario que hice sobre nuestra ignorancia de lo que pasaba si no se tenía alma lo había puesto a pensar, porque en nuestra siguiente reunión, esta vez en mi departamento, me comentó cuál era su plan: iba a evaluar las diferencias en el comportamiento (porque de esto estaba seguro: las diferencias entre aquel que tenía alma y aquel que no la tenía, si esto fuere posible, serían diferencias del comportamiento) de aquellos pacientes a los que se les hubiera extirpado algún miembro y, si encontrara alguna regularidad entre un tipo de ellos, sabría que la falta de ese miembro u órgano significaría la falta del alma. Como no entendí su lógica en seguida (que, más allá de algunos pequeños errores era bastante correcta, cabe decir), me explicó con un ejemplo:

−Supongamos que estamos frente a cinco personas, a cada una de las cuales les fue amputada su mano derecha; no hay ninguna necesidad para que estas personas reaccionen de la misma forma ante la operación: puede pasar que una reaccione violentamente, enojado por el mal destino que le tocó; que la otra reaccione sumisamente: lo que pasó, pasó y la vida tiene que seguir adelante lo mejor posible a pesar de la desgracia; que la otra reaccione trágicamente e intente y quizás logre suicidarse porque no puede vivir con una mano menos; que otra reaccione positivamente y vea el cambio como una ocasión para perfeccionarse e intentar vivir mejor que antes, pero sin una mano; y así en cada caso. Bueno, esto evidenciaría que no es en la mano donde el alma radica porque no causó el mismo cambio de comportamiento (que, de haberlo provocado también evidenciaría que ese es el comportamiento característico de quienes no tienen alma). − Todavía no entendía lo que quería decir así que propuso un ejemplo positivo: −Supongamos que estamos antes otras cinco personas a cada una de las cuales les fue amputado el dedo gordo del pie derecho y que cada una de esas personas reacciona exactamente igual, por ejemplo, indiferente ante la amputación, o todos se vuelven violentos, o todos se vuelven sumisos. Bueno, esto evidenciaría dos cosas: una, que la característica de aquellos que no poseen alma es la de ser indiferente, violento o sumiso; y dos, que el alma radica en el dedo gordo del pie derecho. − Entonces comprendí. Inmediatamente se atajó a la objeción que pensaba hacerle: no hay necesidad alguna para decir que es el alma lo que estos hipotéticos hombres perdieron; había la misma razón para llamarla alma que para llamarla paz, por ejemplo, y decir que la paz de los hombres radica en el dedo gordo del pie derecho y que, al perderlo, el hombre pierde la paz y se vuelve violento, por ejemplo. Admitió que no tenía respuesta a esta objeción, pero que el método que me había explicado le parecía, sin embargo, el único factible. Estuve de acuerdo con él. Me aseguró que iba a empezar a utilizar el método esa misma tarde.

Nada nuevo pasó durante los ocho años que siguieron. Nuestras charlas volvían a ser sobre literatura y, para evitar caer en discusiones tan profundas e irresueltas intentábamos evitar cualquier tema filosófico. Era una convención implícita, pero se notaba que ambos la aceptábamos y agradecíamos la discreción del otro. De vez en cuando, contaba que había encontrado una falla al método, pero que la había podido superar, o corregir; sin embargo, de los resultados conseguidos (o no conseguidos), ni una palabra. Las visitas se habían hecho más espaciadas; pasaron de ser semanales a mensuales, pero la confianza y la amistad seguían iguales. Eran charlas tranquilas (sobre todo por la evidente falta de interés de mi amigo) y agradables, siempre comida de por medio.

Un año antes de su muerte, recuerdo que fue un jueves a finales de noviembre, me llamó por teléfono y con un tono grave me dijo que tenía una mala noticia que darme. Como me llamó a la mañana, supe que por fin había dejado de ir al consultorio. La curiosidad pudo más que yo y decidí no ir a trabajar ese día e ir a lo del doctor lo más rápido posible.

Cuando llegué él estaba sentado en un sillón en el jardín tomando un café. Se había dejado crecer la barba, que le rodeaba las mejillas con un color gris claro, casi blanco. Visto de lejos, era parecido a Sean Connery. El pelo también era canoso, casi plateado bajo el brillo del sol. Cuando levantó la mirada y me vio, me pidió, con voz apenada, que me sentara bajo la glorieta y me ofreció un café.

− No te va a gustar lo que te voy a decir, pero quiero que te lo tomes con calma; no es la muerte de nadie. − Me dijo. La empleada me trajo el café y apoyó la azucarera en la mesa donde solíamos comer los días de calor, bajo la glorieta. Arturo se acercó. Lo miré, extrañado, tomando mi café. − Estaba mirando tu ficha, en el consultorio, por curiosidad nomás, ¿sabés? Ahí está toda tu historia médica, desde las vacunas que te diste hasta todas las operaciones que te hiciste; no somos jóvenes ya, te digo, y la ficha era bastante larga. Es más, estoy seguro que de muchos de los procedimientos que te hicieron cuando eras bebé ni te acordás.

−Sí puede ser. La verdad que ya no me interesa lo que me pasó de bebé. No quiero ser antipático, pero vine rápido porque pensé que me ibas a decir algo de tu investigación, pero si no, me tengo que ir a trabajar.

−Esperá. Esperá que por ahí va la cosa. Ya terminé mi investigación. ¿Te acordás aquella noche cuando hablamos sobre cómo distinguir al alma si se la viera, y propusimos un método? Bueno, ya esa noche entre los dos le encontramos fallas, lógicas más que nada, pero importantes. Sin embargo, con el tiempo de usarlo y de investigar, le fui resolviendo esas fallas y otras que fueron apareciendo. Fue un proceso largo que demoró mucho el resultado de la investigación, pero te puedo asegurar que el producto es inapelable. No te voy a explicar cómo lo descubrí, pero te tengo que aclarar que el alma no está ni en la glándula pineal ni en una mano ni en el dedo gordo de ningún pie.− La conversación ya tomaba su curso, pero todavía no entendía lo de la ficha:

− ¿Y qué tiene que ver eso con mi ficha médica?

−La verdad que lamento mucho tener que decirte esto, che. Justo a vos, que sos mi amigo. Pero bueno, alguien te lo tenía que decir: el alma está en el apéndice

− ¿Qué tiene que ver eso conmigo?

−Tiene todo que ver… en la ficha estaba bien clarito…, aunque ya veo que ni te acordás… cuando tenías diez meses… muy chiquito eras… sufriste una apendicitis, muy grave… casi te morís...– Junto un poco de coraje y soltó todo de una vez −Cuando eras bebé te hicieron una apendicectomía. Disculpame que te lo diga así, de verdad− Los dos nos quedamos callados por un buen rato. Después, terminé mi café y me fui sin saludar. No lo volví a visitar o a llamar ni él a mí. De su muerte me enteré por el diario.

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