El día que Andrés se mudó llovía torrencialmente. La casa era relativamente vieja; por eso no le sorprendió encontrar una gotera en el living, justo donde podría ir perfectamente el sillón de cuero o la alfombra japonesa que había comprado hacía no mucho. Después de bajar las cajas empapadas del camión de la mudanza puso un tachito bajo la gotera y se fue a estrenar la ducha y probar la eficacia del calefón. El agua salía bien caliente. La toalla estaba húmeda, consecuencia inalienable del hecho de haber sido transportada en una caja de cartón sin mayores reparos; se puso la misma ropa que tenía antes a falta de una muda desempacada (ni hablar de que probablemente toda su ropa estuviera mojada) y bajó a poner un poco de orden y a desembalar algunas cosas. En la sala de estar el tacho estaba por desbordar, y era de esperarse por las respectivas dimensiones del pequeño tacho y de la obstinada gotera. Tiró el agua por la puerta de la cocina, la que da al patio, puso un tacho más grande y subió a su cuarto con dos cajas pesadísimas y húmedas. Cuando bajó a buscar las otras cajas el tacho grande estaba por desbordar. Enojado, Andrés tiró el agua y decidió no poner ningún tacho: cualquier contención tachística sería inútil ante tamaña gotera.
En la cocina el ruido y el olor de la tormenta eran algo de no creer. Por la puerta abierta entraba el olor del pasto mojado y por todos lados entraba el sonido del agua chocando rabiosa contra los vidrios, las chapas de los techos, las paredes y los charcos de agua. Esa violencia hacía a Andrés pensar en el agua bajando, corrompiendo todo, apoderándose de todo lo que podía y arruinando todo lo otro, aprovechándose de desperfectos en el piso para aglutinarse, usurpando botellas, gomas de auto, excediendo su habitual espacio en las zanjas y adentrándose en el terreno impropio de las calles y las veredas, hostil. Mientras tanto, la otra agua, no la que caía desenfrenadamente, sino la que había salido tierna y servicialmente por la canilla ya estaba haciendo ruido en la pava, avisando que era el momento de apagar el fuego. Con el mate preparado, Andrés fue a buscar la caja donde había puesto, estratégicamente, los libros que todavía no había leído. Resolvió que ése no era un día para ordenar. Prefería dejar que las cajas se secaran y ordenar al otro día. Al abrir la puerta, el agua lo empujó hacia atrás: levantó la vista y vio algunas cajas, con ropa evidentemente, que flotaban, mientras otras con papeles, fotos, videos, estaban sumergidas en ese gran lago en el que se había convertido su sala de estar. Lo que más lo entristeció fue ver el sillón de cuero, alejado de la gotera, totalmente empapado y la alfombra, enrollada, flotando entre las cajas deformadas.
En seguida Andrés abrió las puertas y la ventana para que se fuera toda el agua y fue rápido a buscar el secador y un par de trapos de piso. Mirando la odiosa gotera, Andrés entendió que era mejor volver a poner el primer tachito y dejarlo sólo, que se llene gota a gota, antes que no poner nada y dejar que el agua llene sin ninguna consideración o respeto su propia sala de estar.
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