Nadie nada nunca es una novela de Juan
José Saer, escrita entre 1972 y 1978, y publicada por primera vez en México en
1980. Cuenta, en 222 páginas, muchísimo más de lo que parece contar, y
muchísimo menos de lo que uno esperaría que cuente en esa extensión una novela
normal. Y es que esa es la poética y la estética (el estilo, en una palabra) de
Saer: narra desde distintos puntos de vista, con distintos narradores, incluyendo o excluyendo acciones, contando con menos, con más o con muchísimos
más detalles, un fin de semana en la vida del Gato Garay, recluido por no se
sabe bien qué razones (no se sabe si se está escondiendo, si es un ermitaño, si
está de vacaciones; lo cierto es que en todo el fin de semana, sale solamente
en una ocasión y por muy poco tiempo) en una casa en la costa de Rincón Norte,
cerca de la ciudad de Santa Fé. El Gato es un personaje interesante, que tiene otras
apariciones en la obra de Saer (o desapariciones: casi siempre figura como una
persona que ya no está) y del cual, por haber leído Glosa (1985) y otras
novelas o cuentos, ya conocía su destino: fue secuestrado por los militares en
aquella casa en la costa de Rincón Norte, presumiblemente poco tiempo después
de terminada la narración de la novela. Y es que esta novela no narra ese
secuestro ni, siendo estrictos, lo deja suponer. Es cierto que hay símbolos del
malestar político de la época: se cuenta que desde hace unos meses un asesino
de caballos viene actuando en la costa del Río Paraná, ensañándose con ellos,
pegándoles un tiro en la cabeza y después descuartizándolos. Es un escenario
extraño, alegoría de la situación del país en ese momento. Pero el Gato, Elisa,
Tomatis, incluso el bañero (un guardavidas que trabaja cerca de la casa donde
habita el Gato), aparentemente continúan el curso normal de sus vidas, sin
prestarle demasiada atención a estos hechos delictivos, un poco negligente, un
poco cínicamente; el único que lo hace es el Ladeado, quien deja a cuidado del
Gato su bayo amarillo para protegerlo del asesino de caballos; el Ladeado, personaje que ya apareció antes en El limonero real (1974), quien está
siempre preocupado por “que no aparezca, súbita, silenciosa, la mano con la
pistola, y que no apoye el caño, despacio, en la sien inocente. Que no retumbe
la explosión”, y quien todo el tiempo está pensando “en que no se haya, la
noche anterior, levantado, despacio, la mano con la pistola, en que no se haya
apoyado, con suavidad, en la cabeza amarillenta, en que no haya retumbado,
súbita, llegando incluso hasta las islas, la explosión”.
Y
si bien pasan algunas cosas, si bien el Ladeado lleva el caballo a lo del Gato,
el Gato va a nadar al río, cruzándose con el bañero, Elisa va a visitarlo a la
casa blanca, lo mismo que Tomatis, el principio de esta novela es muy
particular. Por un lado, el título, es totalmente negativo y negador. Nadie.
Nada. Nunca. Por el otro, las dos primeras oraciones: “No hay, al principio, nada.
Nada.”. Al principio de esta novela, no hay nada. Nada, recalca. No hay principio. Comienza después del principio,
describiendo al “río, liso, dorado, sin una sola arruga” y en él, a la isla “baja,
polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua”
frente a la playa y a la casa donde está el Gato. El título y el principio (en
el que no hay nada) llevan a uno a preguntarse qué queda, qué puede ser
narrado o contado si no hay nadie,
ninguna persona, si no hay nada,
ninguna cosa, y si aquel nadie no hace nada en ningún momento, nunca. ¿Qué queda? Pensando esto, se me
ocurrió imaginarme una situación cualquiera, por ejemplo mi situación actual:
estoy yo, sentado, en una mesa, frente a la computadora, en la cocina de mi
casa en Lanús, en este instante. Hice el ejercicio, un poco tonto, de ir desempastando,
separando una por una esas cosas.
Primero, nadie:
entonces no estoy yo, pero siguen estando, ahora, la mesa, la computadora, la
cocina, la casa en Lanús.
Segundo, nada:
no están la mesa ni la computadora ni la cocina. Quedaría solamente tiempo y
espacio: ahora, Lanús.
Por último,
nunca. Saco el tiempo, el ahora.
¿Qué quedó entonces? Solamente un Lugar.
“(…) y ahora, en la
oscuridad, los ruidos, los murmullos, el canto de las cigarras, el ladrido de
un perro en la otra punta del pueblo, comienzan, de un modo gradual, a
desempastarse, a separarse, construyendo, en la masa compacta y negra de la
noche, niveles, dimensiones, alturas, distancias diferentes, una estructura de ruidos que producen,
en la negrura uniforme, un espacio frágil,
precario, cuya distribución en la negrura cambia de un modo continuo de forma,
de duración, y hasta se diría, por decirlo de algún modo, de lugar”.
Una interpretación
del título, entonces, es que lo único que puede narrarse es un lugar. No es
coincidencia que la obra de Saer tenga como elemento, concepto, categoría o
incluso imagen privilegiada, la espacial. Se ve en los títulos, sobre todo en
los de cuentos: En la zona; Lugar; Unidad de Lugar; o en la novela La
vuelta completa, pero también en que la mayoría de sus historias
transcurren en distintos tiempos, con distintos personajes, pero siempre en una
zona privilegiada, en la zona que linda a la ciudad de Santa Fé, junto al
inmenso río Paraná, con sus afluentes, sus islas, sus ciudades, sus pueblos,
sus habitantes, actuales o pasados.
“El presente, que es tan ancho como largo es el tiempo entero”. Esta
oración, una de las dos oraciones que figuran en cursivas en el libro, creo que
ayuda a explicar un poco esta insistencia sobre lo espacial, y a relacionarlo
con la estética o la poética saeriana: el tiempo entero es infinitamente largo;
entonces el presente es infinitamente ancho. Por eso es que se puede narrar lo
mismo, una anécdota tan mínima como un fin de semana en una casa en la costa
del río Paraná, o una caminata durante 21 cuadras, o un solo día, el último del
año, en 5, en 10, en 222 o en infinita cantidad de páginas, porque el
presente es, al igual que el pasado o el futuro, infinito. Y es también por eso
que muchas imágenes que aparecen en esta novela son casi instantáneas, como una
descripción obsesivamente minuciosa de una fotografía, o de un instante que, en
tiempo real, transcurriría en apenas unos segundos:
“Sosteniendo
el balde rojo por la manija en arco, con la mano derecha, el Gato gira, dando
la espalda al motor que zumba, con ritmos complejos, en el sol: la mano derecha
va ligeramente hacia adelante, la mano izquierda hacia atrás, de modo que los
brazos están separados del cuerpo, en línea oblicua, las piernas separadas, la
planta del pie derecho apoyada entera en el suelo, adelante, el pie izquierdo
apoyado en la punta, los dedos amontonados y doblados, la sombra proyectándose
sobre la tierra apisonada en la que no crece una sola mata de pasto”.
Al leer este párrafo,
que está entre las primeras páginas del libro, me costó mucho darme cuenta de que debía
imaginármelo como una foto, o una escena en la que el tiempo estaba
transcurriendo muy “lentamente” (que en realidad no es así: es que el presente
es tan ancho que puede narrarse infinitamente, durante párrafos y párrafos, una
escena que transcurre en un veloz y nimio segundo) y que en realidad no es que
el Gato estuviera parado de una manera extraña durante un rato, intentando
mantener un ridículo equilibrio con el balde rojo en la mano, sino que recién
lo había llenado, había girado y había empezado a caminar; ahí el tiempo se “detuvo”
y Saer nos narró la posición en la que está el Gato en el preciso instante de
dar el primer paso: una mano adelante, la otra atrás, las piernas separadas,
una totalmente apoyada, la de adelante, la que se adelantó y se apoyó para,
cuando esta imagen concluya, cuando el tiempo vuelva a transcurrir normalmente,
poder sostener el peso del cuerpo mientras la otra pierna, que ahora está
atrás, apoyada únicamente en los dedos amontonados y doblados, como tomando
envión, se adelante a su vez, y se apoye completamente… Más adelante, otro
párrafo parece explicar o justificar estos procedimientos de descripción
instantánea:
“Se siente como si
estuviese mirando el instante con una lupa enorme, que produce un aumento de
tales proporciones que el punto del instante que él está contemplando, por
estar tan alejado de los bordes que continúan transcurriendo, permanece inmóvil
y sin transcurrir”.
Y más adelante, otro fragmento:
“una imagen
resquebrajada o descompuesta, más bien, en infinitos fragmentos, no como un
rompecabezas sino más bien como una estampa móvil, que va construyéndose o
destruyéndose, sucesivamente o a la vez, ante la mirada que percibe, sin
hacerlas conscientes o sin comprender del todo, continuas, las modificaciones”.
Narrando así, con esta descripción minuciosa de una imagen estática, se
exacerba un presente absoluto, en el que el tiempo parece no pasar. Es como si el
tiempo o la realidad fueran esas imágenes estáticas sucesivas, casi idénticas, pero distintas, que van
reemplazándose. Y para lograr cierta cohesión, es fundamental el papel que tiene la memoria, concepto también central en la obra de Saer:
“El
viejo infinito no era ahora más que una yuxtaposición
indefinida de cosas de la que no me era posible percibir más que unas pocas a las vez —no había secuela alguna de
esa percepción, como no fuese en la memoria
engañosa”
porque si el
presente es infinito, una memoria ideal, como la de Irineo Funes, podría
demorarse no como plantea Borges sólo un día entero en reconstruir, detalle por
detalle, sus recuerdos de un día entero, sino que se demoraría una eternidad en
reconstruir, detalle por detalle, su recuerdo de la unidad más mínima del
presente.
“De pronto, un recuerdo
permanece, se ahonda, ocupa todo el horizonte visible, y Elisa va recuperando,
uno a uno, sus detalles, va situándolo en el museo de su pasado, toda vuelta
hacia él (…). Va adentrándose en él como en una ciénaga, y a medida que se
hunde, no percibe tampoco que su recuerdo
no tiene fondo, que podría ir agregando, si se lo propusiese, y si la memoria
se pusiese de su lado, detalles al infinito”.
Considerando
todo esto, puede pensarse en otra interpretación del título, una interpretación
heraclítea, tomando la segunda palabra del título no como un adverbio, sino
como un verbo: Nadie nada nunca dos veces en el mismo río, porque la realidad
no es estática, inmóvil y firme, sino que está en permanente cambio; que puede
parecer inmóvil o fugaz dependiendo de la perspectiva desde la cual se la mire:
desde la perspectiva del tiempo, de la literatura clásica, donde la anécdota
tiene un principio y un final temporalmente definidos, o desde la perspectiva
del espacio, desde la cual puede narrarse lo mismo, la misma anécdota concreta
infinitas veces sin, por eso, dejar de narrar una historia que es la misma, pero
que a su vez es infinitamente distinta.
Buenísimo, Iván. Un trabajo de lectura comprometido y minucioso. Abrazo!!!
ResponderEliminarGenio! Tienes a Saer casi desmenuzado (a sobra de tiempo y espacio)
ResponderEliminar;)
buensimo!!!!, sin ser una literata, digo que me gusto.
ResponderEliminarHola, Ivan. Me llamo Marisol y justo hago mi tesis de licenciatura sobre Nadie nada nunca. Tienes buenas impresiones y me gustaría preguntarte algunas cosas, ¿Crees que sea posible contactarte?
ResponderEliminarSi te interesa (espero que sea así) puedes contactarme como: soledadmorrison@hotmail.com
ResponderEliminarAcabo de terminar esa novela! Novelón! Es muy interesante tu análisis
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