Cuando se agachó
para buscar la ramita, sintió que se mareaba y le bajaba un poco la presión. Su
nariz, por la debilidad súbita que inundó todo su cuerpo, pero sobre todo las
piernas incómodamente flexionadas, se acercó hasta casi tocar el pasto un poco
crecido. El mareo le hizo cerrar los ojos un instante y una imagen perturbadora
que sin embargo no llegó a reconocer, pasó, sin ser llamada, como un relámpago
frente a su consciencia. Cuando los volvió a abrir, aún agachado, no vio más
que minúsculos cuerpos marrones oscuros, casi negros, de infinitas formas y
variada consistencia, apretados, casi unidos por no se sabe bien qué extraña
potencia, magnética o gravitatoria, casi sin espacio entre sí, cubiertos y
rodeados de tiras verdes, largas y uniformes, verticales que se alejaban como
escapándose o buscando, en otro sitio, quién sabe qué otra cosa que no
encontraba en ese lugar. Mientras va sintiéndose mejor, distingue lo que se le
presenta no ya como un conjunto de minúsculos fragmentos marrones o negros sin demasiada
forma ni consistencia, sino como un continuo, un poco más oscuro y húmedo que
hacía unos instantes, del que brotan y crecen unos bastones cuya base es más
bien rectangular y cuya punta podría perfectamente ser considerada, y llamada en
consecuencia, triangular. Al agacharse y acercarse a la masa marrón oscura que
llamaba, sin preguntarse muy bien ni las razones ni los límites de esa
nomenclatura, tierra, se dio cuenta de que de ella no brotaban solamente
bastones, o tiras verdáceas, algunas más claras que otras, que llamaba sin
cuestionar demasiado las razones o la legitimidad de esa nomenclatura, pasto o
césped, sino que brotaba también un olor profundo y penetrante del que era
imposible precisar exactamente la procedencia, pero que sin dudas venía desde
el conjunto que formaban esa masa no del todo homogénea como para merecer un
solo nombre, y esos bastones o tiras verdáceas, rectangulares en la base y más
puntiagudos los extremos, demasiados para ser llamados en singular. La imagen
que se le apareció sin pedir permiso, como un relámpago, recordó ahora,
mientras aún estaba agachado porque había tenido, hacía no más de uno o dos
segundos, la intención de levantar una ramita que había visto en el suelo y que
pensó que podía llegar a serle útil, y había actuado al respecto encorvando un
poco las piernas y la espalda, agachando el cuello y la cabeza, y extendiendo
un poco la mano derecha, era una imagen de su niñez. En su cabeza, o donde sea
que hubieran aparecido esas imágenes, ahora veía, nítida, la imagen de su
madre, con una manguera en la mano. Recordaba, o creía recordar, ya que la
imagen se había presentado tan impredecible y fugaz como un relámpago, que ésta
era la reproducción de una situación de su niñez en la que él, castigado por no
recuerda qué travesura, veía desde la ventana abierta de su habitación, en una
calurosa tarde de verano, a su madre con una manguera en la mano, regando las
plantas del jardín. Recordó, entonces, o creyó recordar, que aquel olor que
subía desde un sitio imposible de precisar tanto entonces, cuando él era niño,
castigado por no recuerda qué travesura, como ahora, siendo un adulto que se
agachó para recoger una rama del suelo, que aquel olor, decía, era, si no el
mismo, ya que sería imposible asegurarlo, muy similar al que ahora exhalaba
aquel conjunto extraño e indefinible marrón y verdáceo, a veces más claro y
seco, otras más oscuro y húmedo, que llamaba sin preguntarse el fundamento y sin
demasiada precisión, tierra y pasto, o, siendo un poco menos específicos,
jardín.
Colocó la ramita recién recogida
sobre la montañita de ramas, papel de diario y carbón que se apilaba sobre la
estructura de ladrillos. Buscó en sus bolsillos y, con un chasquido hábil,
habituado a la acción por repetirla al menos 15 veces al día, giró, con el dedo
gordo, la piedra, haciendo que ésta generara una chispa, inmediatamente antes
de que el mismo dedo, en su contracción ininterrumpida, presionara, como
automáticamente, el botón negro que libera el gas inflamable, causando una
explosión, primero, y una llamarada constante, después. Acercó el encendedor al
papel de diario y, sin dejar de presionar, lo acercó también al cigarrillo que ya
tenía sujeto entre los labios a la vez que aspiraba, absorbiendo el humo
generado por el papel y el tabaco a unos centímetros de su cara, pero también
por las maderas que ya empezaban a crujir y a humear desde la parrilla. Exhaló
el humo y ese gusto un poco salado, en su boca, esta vez, por más que hubiera
querido e intentado con toda su voluntad, no le remitió a nada.
Se sentó en la mesa, donde esperaba (es un decir, claro) la carne, ya
salada, a que el papel blanco, la madera marrón y el carbón negro, se volvieran
ardientes brasas rojas o naranjas. Se sirvió un vaso de cerveza. Vio, mientras
escuchaba a la madera seca crujir en la parrilla a su lado, la espuma
creciendo, primero, y debilitándose, achicándose después, en la mitad superior
del vaso. Cuando la espuma no fue más que una minúscula capa blanquecina sobre
la espumeante y dorada superficie en el extremo superior de su vaso, tomó un
largo y refrescante trago. El sabor, amargo, junto con la sensación del líquido
frío y un poco rasposo por el gas, bajando por su acalorado esófago, generó una
imagen que, como un relámpago, nuevamente, y sin ser llamada, se hizo presente
frente a sus ojos, o, para ser más exactos, su consciencia. Se levantó de su
silla, con el cigarrillo todavía en la mano, para comprobar que el carbón y la
madera ya se habían convertido en brasas y que estaban listos para recibir (es
un decir, claro) a la carne que, ya salada, había estado esperando (es otro
decir, claro) a que se produzca esa transmutación de frío o natural, lo que se
llama temperatura ambiente, a ardiente, de marrón, blanco y negro, a rojo o
naranja. Al levantar la carne cruda que había estado apoyada en una bandeja de
metal, sobre la mesa, como quien dice esperando, y mientras veía el charco rojo
y sanguinolento que había quedado en el recipiente metálico, se puso a pensar
en aquella imagen de hacía unos instantes, producida por el sabor amargo de la
cerveza helada en su boca. Se dio cuenta de que no era un recuerdo, esta vez. En
la imagen estaban él, Juan y Carlos, sentados en esa misma mesa, tomando
cerveza y comiendo el asado que él, en el mismo momento en el que recordaba, o,
para ser más exactos, imaginaba o preveía, estaba poniendo sobre los hierros
calientes.
Se sentó nuevamente a la mesa,
tirando la colilla del cigarrillo consumido entre las brasas de la parrilla. Se
sirvió un segundo vaso de cerveza mientras oía y veía a la carne cociéndose
lentamente, tornando su color de rojo intenso a crocante marrón, humeando y
liberando, no sabía exactamente de dónde, un reconocible y auspicioso olor.
Miró, como al pasar, la hora en su reloj. Sus amigos ya deberían haber llegado.
Para hacer un poco de tiempo, abrió su libro: “Otros, ellos, antes, podían…”.
No tenía ganas de leer. Tomó un sorbo más de cerveza. Sonó el timbre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario