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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



viernes, 29 de abril de 2011

El relato inestable

En Es preciso votar, de Ricardo Longonetto


Ya hace años que pasó lo del gran temblor de Buenos Aires.  En los edificios viejos todavía se pueden ver las rajaduras, algunas muy grandes, otras no tanto. En alguna que otra biblioteca o hemeroteca pública quedarán algunos diarios de esa fecha con titulares terribles, intimidantes, que ese día causaron pánico en toda la ciudad. Seguramente muchos, como yo, lo recordarán. Pero ya nadie habla de eso. Nunca me quedó claro si fue una política del gobierno o algún acuerdo tácito entre todos los porteños, pero después del terror desmesurado de ese día, en el que todos pensamos que nos íbamos a morir; en el que todos propusimos distintas explicaciones para tal movimiento de placas en una zona que, se sabe, todos lo saben, no es zona sísmica; en el que algunos pensaron en un movimiento del eje terrestre, otros en marcianos, otros en una bomba atómica, otros en Dios y otros en el Diablo; después de ese día en el que tanto se habló, la gente no habló más. Por lo menos hasta hoy. Creo que lo que desconcertó a la gente fue la falta de explicaciones: cientos de científicos, de distintas ramas, no pudieron encontrar la causa del temblor. La mayoría de ellos, obviamente sismólogos aseguró que el movimiento fue sólo en los límites del Río de la Plata, la General Paz y el Riachuelo, que si hubiera sido un sismo, el epicentro sería fácilmente localizable (y obviamente nunca se lo halló) y que hubiera repercutido en otras áreas, por ejemplo Vicente López, Tres de Febrero, Lomas de Zamora, Avellaneda, o Uruguay, y que en esos sitios no se sintió ni el más mínimo temblor del suelo. Ni siquiera en las calmas aguas del ancho Río de la Plata encontraron la más mínima onda, que pudiera haber sido causada por el temblor y provocado una terrible ola que arrasara con todo Montevideo. Tal vez fue por ese desconcierto que, durante algunos meses se habló de un castigo divino, se elevó lo que había pasado a la altura del mito y, como sucede siempre en estos casos, terminó deviniendo una fábula, un cuento, una mentira con moraleja que le cuentan los viejos a los chicos.
                Pero yo estuve ahí, y quisiera hablarles de eso. Tal vez yo haya sido la única que dio con la verdadera, aunque inexplicable, explicación. Por más ridículo que parezca, me sentiría muy mal si, por mi culpa, esto que voy a contar no se supiera nunca. Creo que contándoles esto, estoy haciéndole bien a la sociedad, recuperando un poco de la historia, de la memoria de los olvidadizos porteños.
 Fue por octubre, de eso estoy seguro. Ahora, la fecha exacta ni me la pregunten. Sé que fue de noche; la noche de un día laborable, seguro. Recuerdo haber estado muy cansado. En ese entonces yo estaba dando clases de lengua y literatura en el Carlos Pellegrini y estaba trabajando en mi tesis. Me acuerdo de la imagen del departamento después del temblor; del lio de papeles, libros, apuntes. Pero antes de eso, era una noche tranquila, un poco calurosa. Todo fue repentino; vino de golpe, duró unos veinte segundos –veinte segundos en que pensé que el mundo entero se estaba viniendo abajo, veinte segundos de una violencia inimaginable- y se volvió a ir, así como si nada, dejando casas venidas abajo, calles con grietas de hasta un metro, todo tipo de destrozos materiales (en mi departamento, por ejemplo, se rompió una cañería de agua y se inundó completamente el baño y el living-comedor) y, según se comentó, varias muertes.
                Mi televisión no andaba y, para acrecentar  el desconcierto, a la media hora del temblor, se cortó la luz en toda la cuadra. Todos los vecinos bajamos a la calle e intentamos informarnos por lo que contaba cada uno. Muchos habían podido hablar por teléfono con familiares del Gran Buenos Aires que aseguraban no haber sentido nada. Otros, con sus conocidos policías o bomberos que podían dar un poco más de información, pero ninguno de nosotros sabía mucho. Estábamos todos igual, desesperados. Todos menos uno: un hombre de barba que desde un principio me llamó la atención. Estaba sentado muy cerca del fogón que habíamos improvisado, para cocinar algo entre todos. Tenía una frondosa barba y no paraba de escribir. Parecía incluso estar disfrutando, divirtiéndose; casi riéndose. Se me ocurrió que podía ser un periodista. Del barrio no lo conocía, aunque su cara me sonaba algo familiar. Ricardo, me dijo que se llamaba y no, no era periodista. Le pregunté qué escribía y en seguida se le borró la sonrisa de la cara. Sin embargo, seguía escribiendo; parecía no darle importancia a lo que yo decía. En un momento sentí un impulso muy fuerte de alejarme de él. Pensé que no podía ser una buena persona si se divertía así con el sufrimiento de la gente. Me alejé unos pasos, pero en seguida la curiosidad pudo más y me volvía a acercar. Le comenté que yo era profesor de Letras. A pesar de que nunca levantaba la lapicera de su cuaderno, pareció un poco más interesado. Me preguntó, dado mi conocimiento profesional, qué opinaba de la situación, del sismo en plena Ciudad de Buenos Aires, la gente desesperada por las calles, que qué me parecía eso. Fue una pregunta muy extraña y la única respuesta que se me ocurrió fue: desastroso, terrible. Ricardo seguía escribiendo, mientras me pedía que use un poco más la imaginación: “Si esto fuese un cuento –dijo- ¿qué opinión le merecería?” “Sería original. Habría que ver el desenlace. Una lástima que los libros nadando en el living de mi departamento opinen que esto es real, y no un cuento.”. El hombre era raro, pero de todas formas era simpático, y evidentemente, aunque nunca dejara por un segundo de escribir, se notaba que ya había entrado en confianza. Me acerqué para convidarle un cigarrillo, que aceptó gustoso. Cuando le acerqué el fósforo pude leer las últimas palabras de lo que estaba escribiendo: “Cuando le acerqué el fósforo pude leer las últimas palabras de lo que estaba escribiendo.”. Levantó los ojos de su cuaderno, enfurecido, pero sin dejar todavía de escribir. De golpe se sintió que la tierra volvía a temblar, esta vez más fuerte que la anterior y en ese preciso instante Ricardo dejó de escribir.

2 comentarios:

  1. Iván: muy bueno el "Relato inestable", me gustó mucho. También es muy interesante este juego con los escritores apócrifos y la posibilidad de hacer ficción con la crítica!!!!!! Abrazo y nos vemos...

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