En el vecindario de vez en cuando se oía hablar de ellos, pero donde, indefectiblemente, noche tras noche se los nombraba, era en el bar. Aldo, el dueño, incluso asegura que una noche, Marcos, que solía frecuentar los bares del norte del pueblo, había entrado por esa puerta de chapa, pedido una grapa y se había sentado a beberla en ese mismo taburete donde ahora está sentado el viejo Flores tomando su tercer cerveza, con un libro abierto sobre la barra. Sin embargo, cuando más se habla de ellos es cuando algún borracho que estuvo presente aquella noche en aquel bar nos pide silencio. A nosotros nos gusta escuchar, a pesar de que las historias no coincidan entre sí: la del viejo Flores, huraño, con su barba blanca y sus lentes más gruesos que el chopp de cerveza, es bastante diferente de la de Héctor, un gordo al que nunca vi de día; incluso las historias que puede llegar a contar Aldo, recopilando los datos de miles de historias similares y distintas sobre aquella noche, varían según el horario, el público y la cantidad de vino que haya tomado.
Muchas cosas se dicen de la noche en que Marcos y el Ruso se encontraron frente a frente, incluso se dice que no estaban frente a frente, sino que el Ruso estaba ligeramente a la izquierda de Marcos. Se dice que hacía calor y que el aire de aquel bar, al otro extremo del pueblo, aquella noche, estaba viciado más por la tensión del encuentro que por la humedad o el humo. Se dice, y en esto todos coinciden, que el negocio en el que estaban metidos no era legal; se dice que todas las noches iban de bar en bar, de cabaret en cabaret ─el viejo Flores diría: de pulpería en pulpería, de quilombo en quilombo, pero pocos reparan en la búsqueda estética del viejo, y saben que es más fácil y más corto decir bar, decir cabaret. Se dice y se sabe que Marcos y el Ruso eran rivales, que los dos hacían su trabajo mejor que nadie. Algunos dicen que al principio trabajaban juntos, otros, que no. La razón por la que el odio entre ellos era tal era, según algunos, una mujer por ambos pretendida; según otros, sólo era por celos: los dos sabían que eran los mejores, y se admiraban mutua y secretamente.
Se dice que aquella noche, en aquel bar, no estaban solos: Marcos estaba acompañado por Denegri; el Ruso, estaba con Juan. Se dice que el Ruso había logrado desatar la ira de Marcos con tan sólo una palabra. Según Héctor ─dice que lo vio, o lo percibió, inconfundiblemente─ Denegri le había hecho saber a Marcos, sin palabras, con un gesto, que si quería pelear con el Ruso, él podía ocuparse de Juan, quien no le sacaba la vista de encima. Se dice que todos en aquel bar estaban pendientes del enfrentamiento, y que todos, sin excepción, querían saber cómo se iba a desencadenar la situación y cómo iba a terminar. Se dice que los ojos del Ruso y de Marcos estaban unidos por un inefable lazo de temeridad (eso lo dice Flores, obviamente). Marcos quería responder, eso era seguro, pero estaba midiendo las chances. Flores siempre cuenta que toda la escena la presenció en cámara lenta y que todo ese intercambio de miradas, de sutiles movimientos entre Marcos y el Ruso, entre Denegri y Juan, entre Juan y el Ruso y entre Marcos y Denegri le parecía una despiadada actuación mímica, una escena de una película muda de los años veinte, un retorcido juego entre putas y aguardientes, entre mafiosos y bandoleros. Dicen algunos que una importantísima cantidad de dinero se estaba disputando en ese duelo que hasta el momento había sido sólo de miradas. Todos coinciden en que más que el dinero, lo que estaba en juego era el honor, y que eso se sentía en el aire, de la misma manera que se escuchaban los gruñidos de dos perros que, al igual que Marcos y el Ruso, se habían enfrentado, en el patio de aquel bar, aquella noche.
Denegri le volvió a hacer entender a Marcos que él podía ocuparse de Juan. Fue entonces que Marcos hizo un gesto con la cabeza, se levantó de su silla sin sacarle de encima los ojos al Ruso y gritó: “Quiero re truco”.
El viejo Flores alza su cabeza del libro, cerrándolo, aún apoyado sobre la barra. En la tapa se lee: “En la zona”. Juan José Saer. Se puede ver la cantidad de cerveza que tomó en su expresión desentendida. Se fricciona los ojos, cansados de la lectura en la luz tenue del bar, se pone de nuevo los anteojos, abre el libro y lee, en voz alta, para todo el bar: –“en cuarenta figuritas estampadas en vivos colores de reverso inmutable, así como en las paredes de la iglesia se representa toda la pasión en unos pocos bajorrelieves inmóviles, se representan las constantes motivaciones del mundo, las cosas por las cuales los hombres pelean y aquellas que les sirven para pelear, detrás de las cuales hay un monograma repetido siempre, invariable, que no significa nada.”
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