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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



viernes, 11 de septiembre de 2009

Rumores II: Monsieur Claudet

Nadie puede escapárseles: todos somos víctimas de ellos en mayor o menor medida y, de la misma forma, todos somos criminales, asesinos de la verdad.
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Hace menos de seis meses que el señor Claudet se mudó al vecindario, a una magnífica casona que estaba a la venta desde hacía años que, por estar frente a las vías salía más barata de lo que se pensaría pero que, de cualquier forma, salía mucho más de lo que cualquier persona promedio podría pagar. Un día, un lunes, salí a pasear al perro, tomando la calle de las vías, para cambiar el recorrido usual. En el porón de la casona había un inmenso camión de mudanzas. Un señor, indiferente, estaba sentado en un sillón de mimbre del parque delantero (asumo, por el tamaño del terreno, que también tiene un parque trasero):
-Buen día- me dijo a mí, o al perro.
-Buenos días- dije cordial, entrando por el portón para presentarme.- Iván Barbagallo.
-Martín Claudet- Así conocí su nombre. El señor Claudet, con su extraña figura aristocrática, encendió un cigarrillo sin ofrecerme. Miró al perro, lo acarició; pidió permiso y entró a la casa por la antigua puerta de roble. Me quedé varios minutos esperando su regreso, pero cuando vi que no pensaba volver, di media vuelta, saludé a los muchachos que estaban bajando carísimos muebles antiguos y pinturas en curisosos marcos del camión y me volví a casa, un poco decepcionado.
Desde ese día, con la excusa de pasear al perro, caminé diariamente por la calle de las vías. Por las mañanas veía, lejano, en su sillón de mimbre el contorno del señor Claudet, tal vez leyendo, de espaldas a la calle. Por las noches, sólo una luz se veía encendida, pero desde afuera no se podía distinguir nada.
Supe, por la almacenera, que a las cinco de la tarde, diariamente, acudía al almacén un hombre que se llamaba a sí mismo como el Mayor Domo de "Monsieur Claudet", compraba una botella de cerveza, un queso de campo y se retiraba. Sólo una tarde, dijo la señora, el mayordomo había comprado una botella del vino más caro (así había pedido) y una de whisky irlandés. La verdulera admitió haber oído de él, pero nunca lo había visto ni en el local ni en el barrio. El carnicero, Jorge, buen amigo mío, me comentó que una vez por semana, "una joven de agraciada figura, probablemente del personal doméstico de monsieur Claudet", bromeaba Jorge, compraba 2 kgs. de pechito de cerdo, 3 de picada especial, 2 de bola de lomo y 2 ó 3 pollos enteros.
Día tras día, ese personaje huraño pasaba a ser el protagonista de extrañas historias y de todas las conversaciones del barrio. En menos de media hora era, según Hilda, un escritor jubilado, según Jorge, un diplomático francés exiliado, según Ramona, un homosexual sadomasoquista y, según Marta, un bohemio, nieto de algún lugarteniente del siglo diecinueve, heredero de una incalculable fortuna. Un dato real que nos aportó Roque, el policía que patrulla por el barrio, es que la casa está a nombre de un tal José Martínez, y le parecía a él que era muy pobable que Martín Claudet fuera sólo un apodo.
Las múltiples caras que le atribuían aquellos que no lo habían visto nunca, deformaban aquella que sí le había visto yo el día de nuestra poco amena conversación, que parecía más lejano por los rumores de viajes y accidentes, de citas y reuniones satánicas que por el verdadero paso del tiempo.
***
Nos enteramos por medio de su mayordomo que "monsieur Claudet" falleció hace dos días. La casona está vacía de nuevo, pero el chusmerío, lejos de aplacarse, se exacerbó. Para dejar en paz la memoria del misterioso vecino, se me ocurrió una mala idea: consultar el obituario del diario de hace dos días. El diariero, animado, me lo trajo ayer. En "La Nación" del 22/8/09 se lee:
-"El Gobierno Nacional agradece públicamente, en el día de su deceso, la actuación de José Martínez como embajador argentino en Francia y lamenta profundamente la situación que lo obligó a renunciar."
-"Otorgo todo mi amor al recuerdo de José Martínez. Luchamos juntos contra el HIV. Ojalá hallas encontrado el descanso."
-"José Martínez: tu espíritu sigue presente en tus coplas. Te extrañaremos. Tus lectores, compañeros y amigos."
-"A nuestro primo, José Martínez. Que tu paz esté en el cielo. Juan y Cecilia Artigas."

jueves, 10 de septiembre de 2009

Rumores III: El duelo

En el vecindario de vez en cuando se oía hablar de ellos, pero donde, indefectiblemente, noche tras noche se los nombraba, era en el bar. Aldo, el dueño, incluso asegura que una noche, Marcos, que solía frecuentar los bares del norte del pueblo, había entrado por esa puerta de chapa, pedido una grapa y se había sentado a beberla en ese mismo taburete donde ahora está sentado el viejo Flores tomando su tercer cerveza, con un libro abierto sobre la barra. Sin embargo, cuando más se habla de ellos es cuando algún borracho que estuvo presente aquella noche en aquel bar nos pide silencio. A nosotros nos gusta escuchar, a pesar de que las historias no coincidan entre sí: la del viejo Flores, huraño, con su barba blanca y sus lentes más gruesos que el chopp de cerveza, es bastante diferente de la de Héctor, un gordo al que nunca vi de día; incluso las historias que puede llegar a contar Aldo, recopilando los datos de miles de historias similares y distintas sobre aquella noche, varían según el horario, el público y la cantidad de vino que haya tomado.
Muchas cosas se dicen de la noche en que Marcos y el Ruso se encontraron frente a frente, incluso se dice que no estaban frente a frente, sino que el Ruso estaba ligeramente a la izquierda de Marcos. Se dice que hacía calor y que el aire de aquel bar, al otro extremo del pueblo, aquella noche, estaba viciado más por la tensión del encuentro que por la humedad o el humo. Se dice, y en esto todos coinciden, que el negocio en el que estaban metidos no era legal; se dice que todas las noches iban de bar en bar, de cabaret en cabaret ─el viejo Flores diría: de pulpería en pulpería, de quilombo en quilombo, pero pocos reparan en la búsqueda estética del viejo, y saben que es más fácil y más corto decir bar, decir cabaret. Se dice y se sabe que Marcos y el Ruso eran rivales, que los dos hacían su trabajo mejor que nadie. Algunos dicen que al principio trabajaban juntos, otros, que no. La razón por la que el odio entre ellos era tal era, según algunos, una mujer por ambos pretendida; según otros, sólo era por celos: los dos sabían que eran los mejores, y se admiraban mutua y secretamente.
Se dice que aquella noche, en aquel bar, no estaban solos: Marcos estaba acompañado por Denegri; el Ruso, estaba con Juan. Se dice que el Ruso había logrado desatar la ira de Marcos con tan sólo una palabra. Según Héctor ─dice que lo vio, o lo percibió, inconfundiblemente─ Denegri le había hecho saber a Marcos, sin palabras, con un gesto, que si quería pelear con el Ruso, él podía ocuparse de Juan, quien no le sacaba la vista de encima. Se dice que todos en aquel bar estaban pendientes del enfrentamiento, y que todos, sin excepción, querían saber cómo se iba a desencadenar la situación y cómo iba a terminar. Se dice que los ojos del Ruso y de Marcos estaban unidos por un inefable lazo de temeridad (eso lo dice Flores, obviamente). Marcos quería responder, eso era seguro, pero estaba midiendo las chances. Flores siempre cuenta que toda la escena la presenció en cámara lenta y que todo ese intercambio de miradas, de sutiles movimientos entre Marcos y el Ruso, entre Denegri y Juan, entre Juan y el Ruso y entre Marcos y Denegri le parecía una despiadada actuación mímica, una escena de una película muda de los años veinte, un retorcido juego entre putas y aguardientes, entre mafiosos y bandoleros. Dicen algunos que una importantísima cantidad de dinero se estaba disputando en ese duelo que hasta el momento había sido sólo de miradas. Todos coinciden en que más que el dinero, lo que estaba en juego era el honor, y que eso se sentía en el aire, de la misma manera que se escuchaban los gruñidos de dos perros que, al igual que Marcos y el Ruso, se habían enfrentado, en el patio de aquel bar, aquella noche.
Denegri le volvió a hacer entender a Marcos que él podía ocuparse de Juan. Fue entonces que Marcos hizo un gesto con la cabeza, se levantó de su silla sin sacarle de encima los ojos al Ruso y gritó: “Quiero re truco”.
El viejo Flores alza su cabeza del libro, cerrándolo, aún apoyado sobre la barra. En la tapa se lee: “En la zona”. Juan José Saer. Se puede ver la cantidad de cerveza que tomó en su expresión desentendida. Se fricciona los ojos, cansados de la lectura en la luz tenue del bar, se pone de nuevo los anteojos, abre el libro y lee, en voz alta, para todo el bar: –“en cuarenta figuritas estampadas en vivos colores de reverso inmutable, así como en las paredes de la iglesia se representa toda la pasión en unos pocos bajorrelieves inmóviles, se representan las constantes motivaciones del mundo, las cosas por las cuales los hombres pelean y aquellas que les sirven para pelear, detrás de las cuales hay un monograma repetido siempre, invariable, que no significa nada.”

Vieja-voz-de-culo

Estoy volviendo; me llama la encargada del edificio con esa voz de papagayo tan característica de ella -Caaaaarlooos- dice, y su acento de vieja chusma hace resonar las palabras en las gastadas y bajas paredes. Me acerco y le digo
-Buen día Alicia- pensando en los ruidos cefalorraquídeos de su hablar.
-Buen día será para usted-, responde con esa voz de zanahoria que tiene. Espera un poco para después agregar, con un sonido similar al de una bocina de Renault 12 gastada
- No pude descansar en todo el día, y ¿Sabe por qué?
-¿Por qué, doña Alicia? - Digo, pensando en su voz aristotélica.
-Por el consorcio, Carlos - Me intenta explicar, por décima vez en la semana, siempre con la misma voz de altoparlante en sí bemol.
-¿De qué se quejan ahora? - En vez de preocuparse por mis molestias, deberían preocuparse por la voz anti-reduccionista de esta vieja-voz-de-choto.
-No se sienten seguros con un hombre como vos en el edificio. - Su voz se vuelve, con el transcurrir de los segundos, más parecida a un pez espada.
-¿Qué puedo hacer para que se sientan seguros? - Esta vieja-voz-de-calandria no me puede echar. No tengo donde ir.
-No sé, Carlos. - A diferencia de la gente común, sus Os son más agudas que sus As, convirtiendo su hablar en una degradada composición de un maestro osado. -No creo que se contenten con lo poco que vos podés hacer. - Me alejo, asustado de su voz de veneno. Se calla y me mira. “¿En qué pensará? Seguro en su cabeza piensa con la misma voz escupida con la que habla. Debe tener una existencia miserable. Yo no podría vivir con esa voz de ineficacia las veinticuatro horas en mi cabeza.”
-¿Saben que si me echan puedo iniciarles un juicio? - Apelo a una argucia indeterminada.
-No sé cuán conscientes de eso son- su voz de teclado se vuelve miedosa -, pero estoy segura de que se puede llegar a algún acuerdo. - su voz de miedo suena como la voz que uno le imaginaría a una piedra, o a alguna madera bastante podrida -Vos sos una persona sensata ¿No es cierto? - Y me provoca decirle que no. Que una persona como yo no puede ser sensata. Escuchar esa voz de paralelepípedo me da ganas de decirle que un juicio es lo menos que una persona como yo puede hacer, si quisiera tomar represalias.
-Pregúntele a ellos, doña Alicia- y su voz de pedo sigue en mi mente -. Pareciera que ellos saben más que yo o que usted sobre mi condición.
-Si vos no sabés las cosas que podés llegar a hacer- Dice ahora la vieja-voz-de-pequinés-, tenemos más razones todavía para pedirte que abandones el edificio. - Lo que dice es grave, pero su voz de chatarra oxidada lo agrava más, y provoca mi furia. O sea que ella, voz-de-cenicero, también me quiere echar. Bueno. Si me quieren echar, que me echen.
-Sí. Supongo que tienen razón.- Digo, entrando a mi cuarto, juntando las dos camisas y los numerosos sombreros: lo único que poseía. -Si no quieren a una persona como yo en el edificio, no hay con qué darles. - la vieja cara-de-papa-y-voz-de-archipiélago me mira.
-Tampoco es necesario que te vayas ahora.- Dice con voz de intuición. -No es que te estamos echando.- y ahora su voz suena como un cuento de terror.
-Sí es necesario. - Digo. Me alejo de la vieja-voz-de-tergiversera y camino, lo mejor que puedo, hasta la puerta. -Hasta nunca, voz-de-verga -Le digo, y la vieja-voz-de-aparato-sexual-masculino me mira con sus dos ojos. La miro por última vez y agacho la cabeza para que no golpearme contra el bajo marco de la puerta de calle.
Afuera, ningún taxi me quiere levantar. Encima está lloviendo. Y todo por culpa de los hijos de puta del consorcio y de esa vieja-voz-de-culo.

Envidia del humo

No acostumbraba hacer eso. Tenía el tiempo que durara un cigarrillo. Lo había pedido y, extrañamente, se lo habían dado.
-Bueno. Andá. Fumate un pucho y volvé. -
Salió al patio y en seguida, por un instinto de supervivencia que no conocía, raspó un fósforo e inmediatamente prendió el cigarrillo. Chupaba despacio y suavemente para que su tiempo durara más. No sabía por qué le habían dado ese tiempo. No sabía por qué era tan restringido. Lo único que sabía era que no quería volver adentro. Si pudiera, se quedaría en el patio por el resto de su vida. Pero tenía el tiempo que durara un cigarrillo, que es un poco menos que el resto de su vida.
-No quiero salir y ver que ya se te acabó y que no entraste. O que ni lo prendiste. Andá, fumate un cigarrillo y volvé. No jodas conmigo.-
No acostumbraba hacer esto. Regularmente no le daban tiempo libre ni para dormir. Tenía que dormir mientras trabajaba, aunque eso le trajera problemas con los clientes y, por eso mismo, con el patrón. Pero hoy había sido sensible, el patrón, y le había dado un rato libre para fumar un pucho. O mejor dicho, le había dado un rato libre de la duración de un pucho, según como se lo quiera ver. Ella lo veía así.
No acostumbraba hacer esto. Tener tiempo libre. Fumar sí, cuando algún cliente no tan antipático le invitaba un cigarrillo, y estaba dispuesto a pagar el tiempo de la duración de un cigarrillo. Obviamente, eso pasaba seguido, pero no era tiempo libre. En esos casos ella igual estaba trabajando. Tenía que disimular que era feliz, atractiva, seductora, saludable, y que los cigarrillos y las palabras del cliente eran lo mejor que le había pasado en la vida. Lo mejor que le había pasado en la vida, le pasaba entre diez y quince veces por día.
Lo que nunca acostumbraba hacer era eso, nuevo para ella, de tener tiempo libre. Era una liberación que no podía disfrutar del todo porque no la entendía. Chupaba de a poco. Tan de a poco que tenía miedo de que el patrón se enfureciera por el chantaje y la hiciera trabajar el doble. Podía imaginar sus palabras: “Vos te tomaste el doble de tiempo, ahora vas a compensar. Te dije que no jodieras conmigo.” Soltaba el humo delicadamente, como hacía cuando trabajaba para no parecer grotesca. Mientras lo veía escaparse para arriba y pensaba que le gustaría ser el humo de ese cigarrillo, miraba el lugar en el que estaba: una puerta de chapa azul, abierta, a su izquierda; atrás suyo, una pared en la que se apoyaba; a su derecha una mesa de piedra; un poco más allá de la mesa, la otra pared, alta, de donde colgaban macetas con plantas, algunas secas, otras muy descuidadas; adelante suyo, a unos cuatro metros, una pared con una ventana tapiada. A su izquierda, una puerta azul, de chapa, por donde tendría que volver a trabajar cuando se le acabara el cigarrillo. La voz del patrón todavía retumbaba en su cabeza:
-Andá. Fumate un pucho y volvé.- Ella hacía lo posible porque el humo del cigarrillo no entrara por esa puerta, o por la lejana ventana tapiada pensando que, quién sabe, en una de esas ella se volvería ese humo, ese que está subiendo, alejándose de ella, y podría salir flotando de esa casa, impulsada por su propio aliento. ¿Quién sabe? A lo mejor incluso ella, vuelta humo, sintiera pena por esa miserable muchacha que está ahí, fumando apoyada contra una pared, deseando que ese pucho le durara el resto de su vida.

Inmenso

Como todos los que vieron el mar, Atilio podía pensar La Inmensidad. A diferencia de los que vieron el mar, él nunca lo había visto. La inmensidad la pensaba de otra manera, incluso distinta de los que no vieron el mar, pero sí la llanura. Todos ellos se percatan de Lo Inmenso al ver un paisaje homogéneo sin poder distinguir dónde y cómo acaba. Atilio veía La Inmensidad en miles de cosas que tanto podrían ser miles como una sola -Inmensa- ¿acaso el mar no son millones de partículas de agua? ¿La Pampa no son millones de kilómetros de tierra? Sin embargo la gente ve El Mar -"Es inmenso", dicen- ve La Llanura. Atilio veía la inmensidad en todas partes: en una montaña, en el cielo, pero también en un pie -capaz de aplastar a cientos de hormigas-, incluso en una hormiga... Atilio pensaba a La Inmensidad de una forma totalmente distinta del resto de los hombres. Atilio se veía a sí mismo inmenso. Veía todo Inmenso.
Cuando terminó su vaso de cerveza, levantó la cara y miró a su alrededor. Siguió pensativo, atribulado, un rato más. Miró a los ojos -inmensos- de Claudio y dijo: -Bueno, hagámoslo.- Yo no entendí a lo que se refería, pero no tenía por qué entender. Esto era entre Atilio y Claudio. Los dos se levantaron y Claudio, que sí vio el mar, pensó que cuando para alguien -como Atilio- todo es inmenso, en realidad nada lo es.