La noche era negra y triste. Desoladora. Los pasos lentos y pesados de
Herrera no se oían retumbar sobre el gastado asfalto. Si hubiera alguien en la
calle en ese momento, de seguro rehuiría su presencia, como lo habían hecho su
mujer y sus hijos seis meses atrás, como lo había hecho su socio hacía tres
semanas, llevándose con él todo el dinero que habían invertido, como lo había
hecho el Pata después de entregarle el arma. No sabía cuándo se había
convertido en un ser indeseable, inexistente para el resto del universo. Hacía
unas horas, sin ir más lejos, el Pata, quien fuera su amigo y compañero de
secundaria, le había vendido un arma usada, se la había entregado y lo había
despedido sin siquiera un: Espero que no
hagas ninguna estupidez, ni ningún gesto de preocupación. Mientras le abría
la puerta de salida, en vez de despedirse, contaba el dinero una y otra vez.
Ahora ese revólver estaba en el bolsillo de su campera. Le había costado casi
la totalidad de sus ahorros. No era demasiado, pero tampoco era muy poco. Esa
plata ya no le servía: su idea había sido ahorrar para mudarse a una casa
mejor, en la que sus hijos no tuvieran que compartir habitación, que fuera más
luminosa o que estuviera más cerca del centro, tal vez. O para invertir en el
negocio que había emprendido con Mazzone hacía un año. Pero esa plata ya no le
servía para nada. Su mujer se había ido de un día para el otro, sin
explicación, llevándose a los chicos. Una tarde, Herrera había vuelto del
trabajo y había encontrado la casa deshabitada, el ropero vacío, un florero
roto. No necesitó preguntar más. Nunca supo dónde se había ido, cómo estaban
sus hijos; no intentó averiguarlo. No tenía fuerzas. Y esa misma falta de
fuerza, de carácter, había terminado por hartar a Mazzone quien una tarde le
lanzó el ultimátum: Si esto no reflota,
yo me voy a la mierda, viejo. Vendo todo, recupero la guita y a otra cosa
mariposa. Y lo había hecho, nomás. El negocio no había reflotado y una
mañana, cuando Herrera llegó al local que alquilaba junto a su socio, como un deja vù trastocado y perverso, encontró
el lugar vacío. No había nada. Mazzone había vendido todo y se había quedado
con la guita. Con toda la guita, la de los dos. Como su mujer, su socio había
desaparecido del mapa.
Como un augurio de oscuridad, al pasar bajo un farol frente a la puerta
de su casa, Herrera escuchó un zumbido y de pronto se encontró sumido en la
negrura, en la incertidumbre, en la invisibilidad. No tardaron mucho sus ojos
en acostumbrarse. Buscó las llaves de la casa y entró. Adentro sintió el olor a
suciedad, a polvo, a dejadez. Al pie de la escalera angosta, de madera, buscó
un cigarrillo. Le quedaban pocos. Se sentó en el último escalón a fumarlo,
quieto y desganado. Miró hacia la puerta de la habitación que había compartido
con su mujer. Estaba abierta, pero no se veía el interior oscuro y deshabitado.
La puerta de la habitación de sus hijos no se llegaba a ver. Tampoco la cocina,
aunque en el silencio total se podía sentir el goteo lejano de la canilla.
Apagó el cigarrillo contra el piso polvoriento y lleno de cenizas y subió
las escaleras. No le costó encontrar en la oscuridad casi total, el interruptor
que daba vida a la solitaria lamparita que colgaba del techo bajo. La luz
permitió iluminar el ambiente que no era otra cosa que una especie de altillo
con piso de madera, desordenado y polvoriento, con penetrante olor a humo y
humedad. Había una sola ventana con las cortinas descorridas desde donde se
podía ver perfectamente la calle silenciosa y oscura, las paredes de ladrillos
estaban desnudas, insípidas, pobladas de tanto en tanto por alguna antigua telaraña.
En el medio, había una mesa ovalada y chueca sobre la cual había una botella de
ginebra y un vaso. Herrera se sentó y tomó de un trago el primer vaso de
tantos. Se paró, nervioso, y encendió otro pucho. Lo fumó insaciablemente y
tomó un segundo y un tercer vaso de ginebra. Fue hasta el baño, se mojó la
cara, y volvió a sentarse a la mesa con la cara y parte del pelo mojados. Sacó
el arma del bolsillo y la apoyó en la mesa, junto a la botella. Tomó otro trago
pensando en su mujer y en el grasiento Mazzone. Las tres personas que le habían
arruinado la vida. La tercera, por supuesto, era él. Pensó en qué haría si su
mujer entrara en la casa esa misma noche, a esa hora, y subiera al altillo. ¿La
abrazaría? ¿Le rogaría que volviera con él, que lo intentaran una vez más? ¿Le
preguntaría dónde están sus hijos y por qué se los llevó? ¿Y si fuera Mazzone
el que entrara? ¿Le preguntaría qué había hecho con su plata, a dónde se había
ido? ¿Le pediría que le devuelva su parte? No. Eso sería lo último que haría.
Antes de eso, les pegaría un tiro en el medio de la frente a esos hijos de
puta. Y después, para asegurarse, les dispararía una, dos, tres veces más. Y
recién después les preguntaría todo eso. Aunque ya no le fueran a contestar.
Herrera encendió el último cigarrillo, hizo un bollo con el atado vacío y
lo revoleó escaleras abajo. Se sirvió el último vaso de ginebra y revoleó le
botella vacía contra la pared, sin ira, como mecánicamente. Se levantó con el
vaso en una mano y el pucho en la otra y se paró frente a la ventana a
contemplar la noche tranquila y oscura, la calle deshabitada, el barrio
dormido. Dejó caer el vaso de vidrio grueso que rebotó sin romperse contra el
suelo de madera. Pensó en el revólver dormido sobre la mesa y cerró las
cortinas.
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