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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



viernes, 20 de marzo de 2015

Ventanas iluminadas

                La noche oscura y silenciosa engaña con su apariencia de sosiego. Es un barrio poco céntrico de una zona del conurbano alejada de la capital, ahí donde la ciudad se disuelve y se funde con el campo; una zona que Borges, de vivir en este siglo, exaltaría con floridas palabras. Ni ciudad ni campo. Orilla.
La luz amarilla, cansada, del farol de la calle, parpadea y se apaga. Se mantiene apagada durante un tiempo largo y vuelve a prenderse para quedar así por unos segundos, y apagarse nuevamente después. Los árboles altos, la falta de luna y ese farol parpadeante vuelven más oscura a la noche. El silencio, en cambio, no necesita ayuda para presentarse con su modalidad de ausencia. No hay coches, no hay gente, no hay ruidos. Son las tres de la mañana y el barrio, la llanura pavimentada de negro, la ciudad diluida en campo, parece dormida.
                No llueve. Si lloviera, podría ser un escenario más propicio para un relato. Pero no: los elementos conspiran contra la literatura. No llueve, no hay viento, las ramas de los árboles no se mueven violentas, sonando sus hojas un poco secas en la lejana altura de las copas frondosas. Los elementos también pueden engañar, y de hecho lo hacen. La calma de la noche silenciosa y oscura, potenciada por la tranquilidad meteorológica, da la impresión de que en este lugar, en esta noche, no hay nada interesante que contar, no pasa nada y nada merece ser dicho. Y aunque a veces una calle oscura y silenciosa, apagada y tranquila del conurbano puede ser algo digno de ser contado, por más que nada pase, no es éste el caso. Algo pasa, aunque no parezca. Algo hay que contar, aunque todavía no lo sepamos. Y ese algo, pasa al otro lado de una ventana iluminada que muestra, a pesar de la hora tardía y noctámbula, la existencia de vida, la presencia de gente despierta en esta noche dormida.
                En el aguafuerte Ventanas iluminadas, Arlt afirma que “no hay nada más llamativo en el cubo negro de la noche que ese rectángulo de luz amarilla…” y se pregunta luego: “¿Quiénes están allí dentro? ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos?”. Siempre algo pasa dentro de una ventana iluminada en medio de la noche.

Jugadores:
El Pata le había dicho que fuera. Iban a jugar una partida de póker. Vení. Se apuesta fuerte. Te va a gustar. Había dicho aquella mañana en el taller, haciéndose el langa. Aunque sabía jugar al póker, Herrera no estaba acostumbrado a jugar por plata. Le gustaba ir al bingo y cada tanto se jugaba unos pesos a la ruleta. Pero nunca había apostado a las cartas. La única razón por la que había aceptado la invitación era que no quería quedar mal en su primer mes en el taller. Por eso, cuando el Pata le dijo Vení. Se apuesta fuerte. Herrera no dudó en decir que sí, que por supuesto que iba.
Como no sabía exactamente cuánto era fuerte, agarró la plata que había estado ahorrando en los últimos años—que no era poco pero tampoco era tanto—, cosa de tenerlos ahí y no quedar como un boludo, como alguien que no está acostumbrado a apostar fuerte. Caminaba incómodo con el grueso fajo de billetes oculto en un bolsillo secreto en el dobladillo del pantalón; era molesto, pero era lo más seguro. Se sentía paradójicamente amenazado caminando en la soledad y calma de esa calle oscura. Aunque no era muy lejos de su casa, sentía que el vecindario era totalmente distinto, mucho más oscuro, menos familiar, más peligroso. Al pasar bajo un farol, escuchó un zumbido y de pronto se sintió sumido en una total oscuridad, una especie de fogonazo al revés, una deslumbrante oscuridad que fue volviéndose cada vez menos absoluta a medida que sus ojos se acostumbraban. El farol súbitamente apagado hacía imposible discernir la numeración de las casas. Pero había una que era distinta: era la única casa con una ventana iluminada. Desde afuera alcanzó a distinguir a su compañero de trabajo y a otros tantos desconocidos en la planta alta. Se acercó a la puerta y golpeó dos veces, tímidamente.
—¿Quién? —Preguntó una voz al otro lado de la puerta.
—Herrera. Amigo del Pata.
La puerta se abrió. Al otro lado un hombre gordo, pelado y grasiento lo miró con desconfianza, pero en seguida esbozó una media sonrisa.
—Pasá. Soy Mazzone. El Pata me avisó que venías.
El gordo lo precedió hacia el interior de la casa chica y sucia. Al pie de una escalera angosta de madera se frenó, buscó en su bolsillo un atado de cigarrillos y prendió uno.
—¿Fumás? —Le ofreció.
—Gracias —Aceptó Herrera, prendiéndolo también él.
El piso de arriba no era otra cosa que una especie de altillo con piso de madera, desordenado y polvoriento, con penetrante olor a humo y humedad. Había una sola ventana, con las cortinas descorridas, desde donde se podía ver perfectamente la calle silenciosa y oscura, una bombilla colgando del techo bajo, las paredes de ladrillos a la vista. Los jugadores estaban sentados alrededor de una mesa grande y ovalada con un mantel verde, que ocupaba casi la totalidad del ambiente. Uno de ellos era el Pata. Herrera lo saludó con la cabeza.
—Bueno, al Pata ya lo conocés. Los otros son: Fernández, el Turco y Cabeza’e mono. Se llama Pastor, pero nadie lo llama así.
—Cabeza’e mono está bien. Empezó como un insulto; ahora es un sobrenombre. Si te hace sentir incómodo, decime Cabeza, nomás. —Dijo encendiendo un cigarrillo. Su cara era muy extraña: tenía ojos saltones, nariz y orejas extremadamente grandes, pero su cabeza era desmesuradamente pequeña; todo él daba una impresión desagradable de desproporción. 
—Un gusto —Dijo Herrera.
Antes de sentarse preguntó por el baño. Mazzone le indicó una puerta en el fondo que hasta ese momento no había visto. Una vez en el habitáculo minúsculo y maloliente, Herrera separó una considerable cantidad de plata, que se guardó en el bolsillo del pantalón. Imaginó que eso sería suficiente para la primera ronda de apuestas; el resto, lo volvió a esconder en el bolsillo oculto. Cuando volvió, en la mesa ya habían puesto una botella de whisky y seis vasos.
—¿Con o sin hielo?
—Sin. Gracias. — Dijo volviéndose a sentar en la silla que le habían asignado.
Recibió el vaso de whisky y miró a su compañero de trabajo, quien le guiñó un ojo. Tomó y sintió el gusto seco y fuerte del alcohol en su boca poco acostumbrada. Hubiera preferido una cerveza bien fría. Pero en cambio tenía esto. Este gusto seco, este bulto en un bolsillo oculto en la botamanga del pantalón, este cuarto en esta casa en este barrio en esta noche silenciosa y oscura. Esta luz prendida, la única que se veía desde la calle, a través de la ventana, a esa hora de la noche. Miró al grasiento Mazzone mezclar las cartas y a Cabeza’e mono separando las fichas por su valor. Metió la mano en el bolsillo: el fajo de dinero seguía ahí.
Todavía faltaba para el amanecer. La noche seguía oscura y silenciosa. Bastante borracho, Herrera caminaba por el medio de la calle. Ya no estaba nervioso por caminar a esas horas, entre tanta calma. No prestaba atención al silencio, no intentaba oír los pasos inexistentes de algún perseguidor, ni ver en la oscuridad a algún disimulado ladrón. En medio de la borrachera, pensó en su mujer. Le había mentido. Le había dicho que iba a tomar una cerveza con sus compañeros de trabajo. No le había hablado de apuestas. Ni de póker con desconocidos. No le había dicho que llevaba todos sus ahorros. Pensó en cómo le explicaría, cómo le haría entender la situación. Lo grave no era la borrachera. Lo grave no eran las apuestas. Lo imperdonable era haberle mentido. Y pensaba, intentaba imaginar a pesar de lo liviana que sentía su cabeza, de lo volátil que sentía su consciencia regada de alcohol, cómo le explicaría a su mujer haber llegado tan tarde y tan borracho a la casa. Pero sobre todo, intentaba inventar una excusa que fuera verosímil y que explicara de dónde había sacado toda esa plata que tenía escondida en la inflamada botamanga del pantalón.

Ladrones:
Herrera miró hacia atrás. Estaba nervioso. Sentía ojos invisibles clavados en la nuca. Orejas silenciosas escuchando su respiración. Pero nadie lo seguía. Sus pasos no sonaban. Y ese silencio, lejos de tranquilizarlo, lo perturbaba. No estaba acostumbrado a hacer este tipo de cosas. Caminaba por el vecindario que, sin estar lejos del suyo, le parecía tan amenazador, tan poco conocido. Palpó el bolsillo de la campera: el arma que le había dado el Pata el día anterior estaba ahí, lista para ser usada de ser necesario. Él nunca había usado un arma, ni había matado a nadie. Estaba intranquilo, temeroso. Miró su reloj: las dos menos veinte. La dirección de la casa la sabía de memoria; el Pata se la había dicho a la mañana y le advirtió: Es el mismo lugar del otro día. La casa de Mazzone. Pero que no se te ocurra anotar la dirección, eh. Si nos agarran, Dios no lo quiera, cuanta menos información tengas encima, mejor. Repetítela, acordátela, hacé lo que te parezca, pero que no se te ocurra anotarla. Nos vemos a la noche.
Al pasar bajo un farol, escuchó un zumbido y se sintió absorbido por la oscuridad. Dio la vuelta, súbitamente, por ver si era una emboscada, o una trampa. Pero no. Era el único que caminaba a esa hora por esa calle. Nadie lo quería atacar. No había amenazas en esa noche tranquila para él. Caminó unos metros más y no necesitó recordar la dirección para reconocer la casa: era la única en toda la cuadra con una luz encendida. Al otro lado de la ventana iluminada de la planta alta reconoció al Pata rodeado de las mismas personas que aquella otra vez. Se acercó a la puerta y golpeó dos veces, nerviosamente.
—¿Quién? —Preguntó una voz al otro lado de la puerta.
—Herrera.
La puerta se abrió. Al otro lado un hombre gordo, pelado y grasiento lo miró con desconfianza.
—Pasá.
El gordo lo precedió hacia el interior de la casa chica y sucia. Al pie de una escalera angosta de madera, se frenó, buscó en su bolsillo un atado de cigarrillos y prendió uno.
—¿Fumás? —Le ofreció.
—Sí —Dijo Herrera, prendiéndolo también él.           
El piso de arriba no era otra cosa que una especie de altillo con piso de madera, desordenado y polvoriento, con penetrante olor a humo y humedad. Había una sola ventana con las cortinas descorridas desde donde se podía ver perfectamente la calle silenciosa y oscura, una bombilla colgando del techo bajo, las paredes de ladrillos estaban atiborradas de planos de la capital, de las ciudades del conurbano, mapas políticos y físicos de la provincia de Buenos Aires, de Argentina, e incluso un planisferio con unos alfileres pegados de forma aparentemente azarosa sobre algunas capitales de Europa. El resto de las personas estaba sentado alrededor de una mesa grande y ovalada que ocupaba casi la totalidad del ambiente y sobre la que había un cuaderno y unas fotografías. Una de esas personas era el Pata. Herrera lo saludó con la cabeza.
—Bueno, al Pata ya lo conocés. ¿Te acordás de los otros, no? Fernández, el Turco y Cabeza’e mono.
Cabeza’e mono carraspeó fuertemente la garganta y escupió despectivamente el suelo de madera. Su cara era muy extraña: tenía ojos saltones, nariz y orejas extremadamente grandes, pero su cabeza era desmesuradamente pequeña; todo él daba una impresión desagradable de desproporción. 
—Me acuerdo, sí. —Dijo Herrera.
Se levantó de la silla y se disculpó para ir al baño. Mazzone le indicó una puerta en el fondo. Entró al habitáculo minúsculo y maloliente temblando por el nerviosismo. Se mojó la cara y miró el reloj: dos menos diez. Respiró hondo, intentando calmarse. Se secó como pudo la cara, ya que no había toalla y cuando volvió, en la mesa ya habían destapado dos botellas de cerveza.
—¿Con o sin espuma?
—Sin. Gracias. — Dijo sentándose en la única silla que seguía vacía.
Recibió el vaso de cerveza y miró al Pata, quien le guiñó un ojo. Tomó y sintió el gusto amargo de la cerveza tibia en su boca. Hubiera preferido un whisky o una ginebra. Algo más fuerte, que aplacara sus nervios. Pero en cambio tenía esto. Este gusto amargo y tibio, este bulto en un bolsillo de la campera, este cuarto en esta casa en este barrio en esta noche silenciosa y oscura. Esta luz prendida, la única que se veía desde la calle, a través de la ventana, a esa hora de la noche. Miró al grasiento Mazzone mirar su reloj y a Cabeza escribir algo en el cuaderno. Metió la mano en el bolsillo: la pistola seguía ahí.
Todavía faltaban unos minutos. En ese tiempo habían repasado el plan: saldrían a las tres de la mañana en un auto robado, conducido por Fernández, que los llevaría a la puerta de la farmacia. Fernández esperaría con el motor en marcha y estaría en contacto permanente con Mazzone, quien se quedaría en la casa escuchando una radio de onda corta con la que habían interceptado el canal de la policía. Por ser los más jóvenes y estar en mejor forma, los que entrarían a la farmacia serían Herrera y el Pata. La idea era entrar, robar el efectivo y algunos medicamentos y salir antes de las 4:30. Unos días atrás habían ido a comprar unas aspirinas para reconocer el lugar, y esa misma noche habían visto fotos, planos, habían estudiado perfectamente la disposición del depósito de los medicamentos y la ubicación de los más valiosos. Cabeza’e mono y el Turco se iban a ocupar del sereno septuagenario que vigilaba todas las noches el local. Por suerte, no había cámaras de vigilancia. Todo debería salir bien, y resolverse en menos de una hora. Después, volverían a la casa de Mazzone, repartirían el efectivo equitativamente y dejarían ahí los medicamentos para venderlos más adelante.
Fernández ya había ido a buscar el auto que había dejado estacionado a unas cuadras. El ligero alcohol de la cerveza hacía que los pensamientos frenéticos de Herrera retumbaran en su cabeza. Todos estaban nerviosos. Todos menos el Pata, quien seguía sonriendo, y guiñándole el ojo, seguramente pensando en el dinero con el que contaría dentro de unas horas y despreocupándose del trámite del robo. Mazzone se acercó a la ventana y cerró las cortinas. Se escuchó el ruido agudo de los frenos gastados del auto manejado por Fernández. El Pata, Herrera, el Turco y Cabeza’e mono bajaron las escaleras. Mazzone apagó la luz del altillo. Antes de entrar al auto, Herrera volvió a palpar su bolsillo para comprobar por vigésima vez en la noche que la pistola aún estaba ahí.

Suicidas:
Herrera volvió en sí. Le dolía la cara. Se puso de pie.
La habitación estaba y no estaba, aparecía y desaparecía, venía y se iba, venía y se iba, venía y se iba: una luz titilaba, el ruido era muy fuerte, agudo y grave, agudo y grave, agudo y grave, agudo y grave, la cabeza le giraba, estaba mareado. La noche había sido tranquila y silenciosa, ya no lo era. Abrió los ojos, miró, escuchó, ¿dónde estaba? ¿Por qué estaba en sandalias? Le costaba enlazar dos pensamientos, su mente iba rápido, rapidísimo, pero no procesaba nada, sólo giraba, giraba giraba, su cerebro era una centrifugadora, no podía concentrarse, no podía entender, veía fragmentos, escuchaba ruidos, no le daba sentido a las cosas. ¿Por qué estaba tan alterado? ¿Qué era ese ruido? ¿De dónde venía? Miró alrededor suyo, estaba todo oscuro, desde la ventana una luz titilaba pero no era el farol de la calle, no, la luz era azul era roja era azul era roja, y el ruido entraba por las cortinas descorridas de la ventana, y Herrera estaba parado, en el medio de la habitación que conocía, que estaba oscura, su cabeza sus ojos su atención giraban, y de a poco iba entendiendo. Herrera parado conocía la habitación, por la ventana entraba ruido agudo y grave agudo y grave agudo y grave y luz azul y roja azul y roja azul y roja, y en el piso de la habitación una persona, y alrededor de él cajas cajitas blancas, verdes, con cruces, sin muchos colores, y Herrera parado en medio de todo eso y las luces y los ruidos, y la mesa ovalada en un costado y Herrera en medio y la puerta que sonaba, la estaban golpeando, primero pidiendo permiso, después intentando tirarla, y Herrera ya entendía dónde estaba y entendía o imaginaba qué era ese ruido y de dónde venía y quién quería entrar y por qué estaba él y la persona en el piso y las cajitas y de pronto se dio cuenta de que él no tendría que estar ahí que si lo encontraban que si entraban, que se tenía que ir escapar pero no podía no tenía por dónde salir estaba rodeado y las luces y los ruidos y las sirenas y la puerta que sonaba destrozada derribada y los gritos ¡¡¡POLICÍA!!! Y Herrera en medio único responsable por todo lo que lo rodeaba y en la mano el arma el revólver y los pasos y la gente abajo y una persona gorda y grasienta tirada en el piso de madera y las cajitas blancas y verdes y rojas con cruces y el arma en la mano de Herrera que pensaba demasiado rápido sin poder concentrarse en que él estaba ahí en medio de todo rodeado rodeado por todo por la realidad y que no quería no podía lo iban a agarrar lo iban a acusar y tenía un arma en la mano y las cajitas y el gordo y el arma en la mano se apoyaba mecánica muy rápido en la frente porque ya estaban subiendo y gritando y el ruido agudo grave agudo grave agudo grave de las sirenas y la luz titilaba roja azul roja azul roja azul estroboscópica roja azul roja azul roja azul y que no quería que lo agarraran y  el arma en la sien y pensaba en que el Pata qué grave error gravísimo error haberle hecho caso haberle dicho que sí aquella tarde en el taller hace tanto tiempo los primeros días para no quedar mal haberle dicho que sí, que claro que apostaba fuerte y ahora apostaba la vida o la cárcel, la muerte o la cárcel, la vida o la muerte
BUM
El piso era de madera. Estaba sucio. Era marrón. Sobre la suciedad marrón del piso de madera cayeron, en el siguiente orden una salpicadura de sangre, un revólver, un cuerpo muerto, más sangre.

Enfermos:
Todo en la noche estaba tranquilo y silencioso salvo Herrera que caminaba rápido, nervioso. Tenía cara de dormido, o de recién levantado, gesto de preocupación. Su ropa estaba arrugada y desarreglada. No había hecho a tiempo ni de ponerse los zapatos y había salido a la calle en sandalias. El barrio ya lo conocía; era muy cerca de su casa. Cortó camino en diagonal por una plaza mal iluminada y tomó por una avenida hasta llegar a la calle oscura y silenciosa. Los altos y cansados faroles, interceptados por los frondosos árboles, resultaban prácticamente inútiles para iluminar la calle. Por si fuera poco, al pasar por debajo de una de las lámparas, Herrera sintió un zumbido y, súbitamente, como presagiando otra oscuridad porvenir, se encontró rodeado de negrura. Con tanta oscuridad no podría ver la numeración de las casas. No lo necesitaba. Ya había ido un par de veces; ya conocía el vecindario, tan cercano al suyo, pero tan distinto, tanto más desolado, más amenazador. La calle quieta y silenciosa más que tranquilizarlo, lo alarmaba todavía más. Llegó a la puerta de la casa y miró para arriba. Se notaba la luz prendida en la única ventana de la planta alta, pero las cortinas corridas no dejaban vislumbrar el interior. Abrió la puerta sin golpear, y entró. El Pata lo había llamado diciéndole que fuera inmediatamente a lo de Mazzone. No le había dicho por qué, pero le había recalcado que era urgente, que fuera sin perder un momento más. Que él, como vivía tan cerca, iba  a ser el primero en llegar. Aparentemente había tenido razón. Entró a la casa, chica y sucia y al pie de la escalera de madera encendió un cigarrillo. En la planta baja no había nadie. Desde arriba se escuchaba el sonido de una respiración forzada. Mazzone, escuchó o sintió la presencia de Herrera y le dijo con voz arenosa, de anciano:
—Subí, pibe, vení.
El piso de arriba no era otra cosa que una especie de altillo con piso de madera, desordenado y polvoriento, con penetrante olor a humo y humedad. Había una sola ventana con las cortinas corridas, una bombilla colgando del techo bajo, las paredes de ladrillos a la vista. Sin los mapas, los planos, la radio de onda corta, la habitación parecía totalmente distinta que hacía una semana. Mazzone, sentado en una silla, fumaba un cigarrillo tras otro, a pesar de estar respirando cada vez con mayor dificultad. Estaba como nervioso, tenía mal aspecto, la cara y el cuello transpirados, como si hubiera hecho algún esfuerzo y estaba pálido, los ojos rojos enmarcados por ojeras profundas. Contra una de las paredes, estaban ordenadas las cajas de los medicamentos robados.
—Estamos jodidos, che. Jodidos. —Dijo Mazzone con voz ronca y baja. Le costaba dejar salir el aire con el que pronunciaba las palabras. Parecía nervioso, estaba entre quieto e inquieto, sin saber qué hacer pero sin poder moverse.
—¿Por qué, Mazzone? ¿Qué le pasa? ¿Se siente bien?
—No, claro que no me siento bien, ¿no escuchaste lo que te dije? Estamos jodidos.
—¿Cómo que estamos jodidos?
—Ayudame, pibe, me duele el pecho. —Mazzone tosió fuertemente y apagó el cigarrillo pisándolo rabiosamente contra el piso sucio de madera— Es por esta mierda. Y por los nervios. Los nervios no hacen bien al corazón.
—No se vaya a infartar ahora. —Dijo Herrera en tono de broma. Mazzone no se lo tomó muy bien.
—No seas boludo y escúchame un poco. Toda esta mierda —Dijo, señalando las cajas de los medicamentos— toda esta mierda la tenemos que sacar de acá ya mismo. ¿Oiste? Ya mismo.
—Pero eso no es lo que habíamos arreglado. ¿Dónde lo vamos a llevar? ¿Qué vamos a hacer con cien mil pesos en medicamentos robados?
—Me chupa un huevo a mí dónde lo vamos a poner —Volvió a toser. Se interrumpió un momento, agarrándose el pecho— ¡Puta que lo parió! ¡¡PUTA QUE LO PARIÓ!! ¿Dónde mierda están los otros, me querés decir?
—No sé. Pero tranquilícese. Siéntese, cálmese y dígame qué está pasando, por favor.
—No me tranquilizo una mierda. Si me pongo como me pongo por algo es. ¿O no te diste cuenta de que nos vendieron? Alguien nos vendió. No sé quién, pero alguien nos vendió —Se sentó en la silla, pero en seguida se volvió a levantar.
—¿Por qué dice eso?
—Porque sí, porque alguien nos delató… Y encima mataron al viejo. ¿Para qué mierda lo mataron, si tenía como cien años? Con unos golpecitos ya se dejaba de joder. Pero se le fue la mano. Al pelotudo del turco siempre se le va la mano. Y con todo esto acá… —Se calló de pronto. Su rostro palideció de golpe— ¿Escuchaste eso?
—No. ¿Qué cosa?
Se quedó un rato callado, intentando oir en el silencio de la noche.
—Nada, nada. Me lo habré imaginado. —Se sentó en la silla, secándose la transpiración con las mangas de la remera. Empezó a toser y a respirar con más dificultad— Traeme un vaso de agua, ¿me hacés el favor?
—Sí, ya le traigo.
Herrera bajó las escaleras. Abajo, corroboró que tuviera el arma, y que estuviera cargada. Estaba todo en orden. Fue hacia la cocina y sirvió un vaso de agua. Todo estaba muy oscuro. El silencio del barrio repercutía en el interior de la casa que, sucia y mal conservada, parecía abandonada. Al subir la escalera, escuchó los peldaños de madera crujir bajo el peso de su cuerpo. Sintió un ruido seco. Se apuró para llegar arriba. Mazzone estaba inmóvil, tirado en el piso. No tuvo que acercarse para corroborar que estaba muerto. Bebió de un trago el vaso de agua que le había subido al grasiento y fallecido Mazzone y lo apoyó sobre la mesa. Miró el reloj. Eran las dos de la mañana. ¿Dónde estarían los otros? Tendrían que estar por llegar, y resolverían el problema entre todos. Sí, seguro lo resolverían y no habría más problemas, listo, todo bien. Se acercó a la ventana a ver si llegaba alguien. El farol de la calle, frente a la casa, emitió un zumbido metálico, disminuyó la intensidad y terminó por apagarse. La vereda, ahora, estaba totalmente oscura. Se imaginó a alguien caminando tranquilo por la calle silenciosa y calma. Un hombre vestido de traje, con zapatos gastados y viejos. Tendría el pelo corto, cara severa y puntiaguda. Llevaría un sombrero, y caminaría con una mano en un bolsillo. Con la otra, sostendría el cigarrillo que de vez en cuando se llevaría a la boca. Esa persona caminaría sin preocupaciones, disfrutando del aire fresco y la paz del barrio. Al levantar la vista, distinguiría claramente a Herrera parado junto a la ventana, la única ventana iluminada del barrio a esa hora y se preguntaría qué estaba él haciendo ahí, despierto a esa hora en la noche dormida, mirando a la calle, imaginando, esperando. Pero la imaginación de Herrera de pronto se perturbó al ver a su personaje pacífico y tranquilo, inquietarse y mirar repetidas veces hacia atrás. ¿Qué miraría? Miraría hacia atrás y hacia arriba, hacia la ventana. Desde lejos, llegó a los oídos de Herrera el sonido de las sirenas. Cada vez más fuertes, más cercanas. El ruido penetraba cada vez más hacia el interior de la habitación, el ruido agudo grave, agudo grave de las sirenas de los autos de policía. Herrera palideció de pronto. Abajo, la calle estaba desierta. No había personaje, no había nadie. Los otros no iban a venir si veían la casa rodeada de policías. Era cierto lo que dijo Mazzone: alguien los había delatado, y la policía venía a buscarlo a él, a Mazzone. Pero el gordo grasiento yacía muerto en el piso sucio de madera de la planta alta de su casa. Y ahí mismo estaba Herrera. Rodeado de medicamentos robados, junto a un muerto, con un arma en el bolsillo de la campera. Corrió a apagar la luz para que no se dieran cuenta de que había alguien. No tenía que desesperarse. Sentía su corazón latiendo cada vez más rápido. ¿Qué iba a hacer? Escaparse, irse, claro. Pero por la ventana ya se veían los coches de la federal doblando a la esquina. No había escapatoria posible. Sacó el arma del bolsillo. No iba a entregarse. Iba a oponer resistencia, claro que sí. Escuchó las frenadas de los autos y se alejó de la ventana. El corazón le latía rápido. No sabía qué hacer. Sintió cómo le bajaba la presión. Estaba perdido. Si se resistía, estaba muerto. Si no, iría a la cárcel de por vida. Se estaba desesperando. Sintió que las piernas no lo sostenían, perdió el sentido de la orientación, vio a la habitación girando a su alrededor. Sintió que al mundo afuera se lo tragaba la oscuridad, se desvanecía, desaparecía.  

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