La vida breve es una novela emblemática
de Juan Carlos Onetti. Aparecida en 1950, es una obra fundamental en el
programa artístico del escritor uruguayo porque es la que narra el origen, la
que justifica y fundamenta la existencia del universo santamariano, que
retomará en la mayor parte de su obra posterior. La vida breve, igual que Niebla,
de Unamuno, Seis personajes en busca de
autor, de Pirandello, o que gran parte de la obra de Macedonio Fernández, es una novela que mezcla y pone en un mismo plano a
la realidad y a la ficción; o, para ser más exacto (aunque menos interesante),
inventa una ficción adentro de la ficción y las mezcla, confunde y pone en el
mismo plano. En la novela aparece el mismo Onetti, lo mismo que Unamuno aparece
en Niebla, pero en este caso, el uruguayo
no aparece como EL autor del plano ficcional en cuestión, sino como un
personaje más que le alquila una oficina a Juan María Brausen, personaje
principal y narrador de la mayor parte de la novela quien pasa por un momento
de crisis en su vida: la novela comienza con Brausen en su habitación,
imaginando cómo quedará la cicatriz, el cuerpo de su mujer, Gertrudis, luego de
la operación de ablación de mama que deben llevarle a cabo, y cómo se llevará
con ella después de eso; más adelante narra un tiempo de penosos e inútiles
intentos de seguir adelante con la pareja, que termina disolviéndose; además de
esto, y a pesar de intentar convencer a su jefe y a su compañero de trabajo, y
de intentar salvarse desarrollando la idea para un guión de cine, terminan por
despedirlo de su trabajo. A raíz de esta crisis, inventa a dos personajes
ficcionales: Arce y Díaz Grey. El primero, es una personalidad falsa que se
inventó para seducir a su nueva vecina sin revelarle su identidad. El segundo,
el personaje del guión que se propuso escribir, pero nunca terminó. Poco a poco
estos dos personajes ficticios irán ocupando el lugar de Brausen, lo irán
anulando para volverse ellos los protagonistas de la novela y de su vida. La
ficción aparece como una manera de Brausen de escaparse de los problemas,
convirtiéndose de a poco y cada vez más en Arce, naufragando en el mundo
ficcional de Santa María, de Díaz Grey, Elena Sala, Lagos, el inglés y la
violinista.
A lo largo de la novela Brausen parece tener una fe incontrovertible
en el poder de las palabras de cambiar, de transformar la realidad, el mundo loco
en el que vive, a pesar de que una y otra vez éstas se demuestran trágicamente
impotentes, se demuestran falsas. Y a pesar de esto, Brausen confía en ellas,
intenta convencerse de que son poderosas, negar su impotencia. En un momento, hablando
de su mujer, el narrador dice que ella descubrirá “que las palabras (…) no se
habían amontonado, sólidas, elásticas y victoriosas, para formar la mama que
faltaba”. Frente a esto, se propone describir a un personaje de su guión como
su mujer antes de la operación. Dice: “esperé confiado, las imágenes y las frases
imprescindibles para salvarme”. Y unas líneas después: “Gertrudis tendría que (…)
aguardar su turno en la antesala de Díaz Grey, entrar en el consultorio, hacer
temblar el medallón entre los dos pechos
(…)”. Las palabras imprescindibles para salvarlo son aquellas que sí le
devuelven la mama que le faltaba a su mujer. En la segunda parte de la novela le dice a su
amigo Stein: “La palabra —asentí—; la palabra todo lo puede. La palabra no
huele. Transforme el querido cadáver en una palabra discreta y poética (…)”. Como
si fuera poco, las palabras que no pueden cambiar su realidad, terminan por
tomar su lugar, por aniquilarlo y por ser él. A lo anterior, Stein responde: “—Esa
frase, esa broma, esa manera de hablar… Este
no es Brausen. ¿Con quién tengo el honor de beber?”.
En el principio
de la novela, en el segundo capítulo, hay una frase que a mi entender es clave
para comprender el desarrollo posterior del personaje y de la historia. Brausen
se imagina hablándole a su mujer: “Trece mil pesos, por lo menos, por el primer
argumento [del guión]. Dejo la agencia, nos vamos a vivir afuera, donde
quieras, tal vez se pueda tener un hijo. No llores, no estés triste.” Pero en
seguida dice, reflexionando sobre lo anterior: “Vi mi estupidez, mi impotencia,
mi mentira ocupar el lugar de mi cuerpo,
y tomar su forma.” Intenta convencerse de que escribiendo un guión puede
ganar la suficiente cantidad de plata para mejorar su vida pero, sobre todo,
para hacer feliz a su mujer enferma, aunque sepa que es inútil, que es estúpido,
que es mentira; pero de todos modos, ve a la mentira, a la impotencia, ocupar
del lugar de su cuerpo, el lugar de Brausen. Creo que acá empieza todo, y que
es una frase clave de la novela porque de a poco la mentira, las diferentes
mentiras que proponga Brausen irán ocupando su lugar. Promediando la novela
aparece esta oración: “En aquel momento (…) comprendí que había estado sabiendo
durante semanas que yo, Juan María Brausen y mi vida no eran otra cosa que
moldes vacíos, meras representaciones de un viejo significado mantenido con
indolencia, de un ser arrastrado sin fe entre personas, calles, y horas de la
ciudad, actos de rutina.” Primero, se considera a sí mismo como un molde vacío. Más adelante, en el capítulo que toma el nombre de
la novela, o que se lo da, Brausen admite: “Existía apenas: era Arce en las regulares borracheras
con la Queca, en el creciente placer de golpearla, en el asombro de que me
fuera fácil y necesario hacerlo; era Díaz Grey, escribiéndolo o pensándolo,
asombrado aquí de mi poder y de la riqueza de la vida”. Ya en la segunda parte,
en un reencuentro con Gertrudis, Brausen le dice que él ya no existe. Que ha
muerto. Y para justificarse le dice: “Es que la gente cree que está condenada a
una vida, hasta la muerte. (…) Se puede vivir muchas veces, muchas vidas más o
menos largas”. Aparentemente, la suya era una vida breve que sutilmente fue
desvaneciéndose.
Brausen, cuando ve que su vida
se está desmoronando, se inventa otras vidas; inventa a Arce y al doctor Díaz
Grey. Pero como ya dije, de a poco ellos tomarán el control de su vida, y de la
novela: después de inventarlos, cada vez más seguido se hace pasar por Arce
para mantener una relación enfermiza con su vecina, La Queca (a quien nunca le
revela que vive en el departamento contiguo y a quien planea matar, sin motivo
aparente), pero también cada vez más se inmiscuyen en la novela, capítulos
enteros dedicados a contar la vida de Díaz Grey en el universo ficticio de
Santa María. Estos capítulos están narrados en tercera persona, a diferencia de
los otros, narrados en primera por Brausen; probablemente sea él mismo el
narrador, pero ya no narrando su vida, sino la del doctor Díaz Grey. Estos
universos se confunden cuando, hacia el final, Brausen (o Arce), decidido a ir
a matar a su vecina, va a su departamento y encuentra que otro amante, Ernesto,
se le había adelantado y la había matado. Brausen le propone fugarse, escaparse
de la justicia, y esconderse en un pueblito llamado Santa María. Inician la
fuga, a la vez que, en el universo de Santa María y en una especie de homenaje
ridículo a Elena Sala, muerta de una sobredosis de morfina, Lagos, Díaz Grey,
el inglés y la violinista, planean atracar farmacias para traficar con morfina.
Pero algo sale mal, y el inglés dispara y mata a un policía. En el anteúltimo
capítulo, aparentemente, conviven los dos universos: Brausen y Ernesto, en un
restaurante de Santa María escuchan hablar a un grupo de personas, uno de los
cuales es un doctor (presumiblemente Díaz Grey) de algo que no nos llegamos a
enterar del todo. Al terminar este anteúltimo capítulo, un hombre le dice a
Brausen “Usted es el otro.”. Como era de preverse, en el último capítulo,
Brausen no aparece. Está narrado en primera persona, pero el narrador no es él,
es el otro: Díaz Grey, quien a su vez utiliza de vez en cuando la segunda
persona para referirse a la violinista. Lo llamativo de este último capítulo,
de los más largos de la novela, además de la inusual segunda persona, es que los
personajes alquilan disfraces y se inventan identidades falsas para no ser
capturados por la policía. Igual que Brausen, inventando a Arce y a Díaz Grey,
los personajes en este plano ficcional fingen ser otros para, igualmente, poder
escapar. Además, también inventan a otro personaje, el señor Albano, que no es
más que una contraseña. Tienen que llamar a Pepe, un informante, y preguntarle
si ha llegado ya el señor Albano; al oir esa pregunta, Pepe les pasa la información
y las novedades de las que se haya enterado. A pesar de no ser más que una
contraseña, Díaz Grey lo imagina, le inventa una apariencia, una historia, una
vida, recordando mucho a Brausen cuando empezó a concebir al propio Díaz Grey: “Evoco
al seño Albano sin otro resultado que algunos mal distribuidos cabellos
retintos sobre una piel oscura y grasienta; adivino que habré de conocer de
golpe sus anécdotas, su rostro, su voz, sus costumbres misteriosas y
morigeradas (…)”. La novela en este último capítulo termina de trazar su
espiral: nada hace suponer que en el futuro el señor Albano no inventará
también él mismo a su personaje con el que luego vaya a encontrarse en algún
remoto lugar; ni que sea imposible que Díaz Grey y el señor Albano algún día se
encuentren en algún bar tomando unas copas, como pasó con Brausen, o que el
señor Albano no vaya a alquilarle una oficina a Díaz Grey, del mismo modo que
pasó entre Brausen y Onetti. El espiral es virtualmente infinito: Onetti creó a
Brausen quien creó a Díaz Grey quien creó a Albano. Onetti le alquiló una
oficina a Brausen. Brausen cenó en el mismo restaurant que Díaz Grey. La novela
terminó en este momento, del mismo modo que empezó casi cuatrocientas páginas
atrás. Pero también podría haber terminado después del encuentro entre Albano y
Díaz Grey, o empezado antes del encuentro entre Onetti y su creador. Ese es el
espiral que traza la novela y que la convierte, por más que narre una vida breve, en una novela infinita.
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