Iba pensando en otras cosas
cuando encontré el libro. Estaba en uno de los cajones de Literatura argentina del puesto 62 del Parque Rivadavia,
entre un Martín Fierro y un Facundo. Buscaba, pasando libro tras libro como
inconsciente, casi sin mirar, mientras hablaba con mi novia sobre un cuento de
Saer que había leído hacía unos días y que ella había leído la tarde anterior.
El cuento nos había fascinado a los dos, pero ella pensaba una cosa y yo otra.
No me acuerdo bien en qué era en lo que no nos podíamos poner de acuerdo.
Mientras le decía algo de la concepción de Saer sobre la realidad o alguna de
esas cosas, encontré el libro. Me quedé callado. Ella reclamaba que siguiera
hablando, que no me interrumpiera así como así en medio de una discusión. Se lo
mostré. Entendió el silencio. Se calló también, un poco fastidiosa. Toda la
gente que estaba en ese momento en el parque se calló. Los autos en la avenida
con sus bocinas, los pájaros en los árboles con sus cantos, los chicos en el
colegio cercano con sus gritos, los skaters con sus skates, los punkis con sus
cervezas y sus tachas, las viejas con sus caniches, los libreros con sus
radios, los vendedores de juegos programas películas con sus pregones. Todo
enmudeció. Me acerqué en silencio y sin mostrar demasiado entusiasmo al
librero. Le pagué. Guardé el libro en la mochila. Volvió el ruido, y las
bocinas y los cantos de los pájaros y los gritos del colegio y los skates de
los skaters y las tachas de los punkis y los caniches de las viejas y las
radios de los libreros y los pregones de los vendedores de juegos programas
películas series.
Nos sentamos en una mancha verde
oscura de césped en el interior del parque. La sombra de un pino inmenso
evitaba que el sol de fines de diciembre nos calcinara vivos. Ella tenía su
libro, y yo el mío. Recién comprado. Mientras ella preparaba el mate, yo saqué
el libro de su envoltorio de celofán y lo hojeé. Las hojas estaban amarillas,
oscuras. Muy frágiles, quebradizas. Y manchadas. Levanté la vista. Ella no me
miraba. Cebaba con cuidado el mate mientras abría su libro sobre los orígenes
del movimiento obrero en Argentina. Evidentemente, la discusión sobre Saer
estaba zanjada y ella estaba ofendida. Ni siquiera me había felicitado por mi
nueva adquisición. Lo venía buscando hacía años, y por fin lo había encontrado.
Tomé el primer mate y abrí el libro en la primera página. Le devolví el mate
vacío y por algún impulso extraño, quise ver en qué año había sido impreso
el libro. Abrí la última página y, para
mi asombro, leí lo siguiente: “Este libro terminó de imprimirse en la ciudad de
Uqbar en el mes de Septiembre de 1947.”. Tenía que ser joda. Y una bastante
original, la verdad. Me había pasado una vez ya leer un libro impreso en el
futuro: en marzo del 20011, dentro de 18000 años más o menos. Pero uno impreso
en una ciudad de ficción era la primera vez. Levanté la cabeza para comentarle
la picardía de la imprenta a mi novia, pero la vi tan linda, tan seria, tan
ensimismada en su lectura, tomando notas y tomando de a poco el mate que estaba
muy caliente y humeaba. La escuchaba sorber y respirar. Escuchaba el lápiz
anotando cosas en el margen del libro. No quise interrumpirla. Se lo podía
contar dentro de un rato. Volví a bajar la vista y abrí la primera página.
Antes de empezar a leer, sentí una presencia extraña a mi lado: un hombre,
parado junto a mí, disfrazado de gaucho, me miraba seriamente.