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Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



sábado, 24 de octubre de 2015

El entenado. Juan José Saer

“De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo”.
El entenado.

Con esta frase empieza El entenado, de Juan José Saer: una novela en la que un anciano cuenta sus peripecias de juventud, cuando vagando por los puertos se embarcó en una expedición hacia América durante la cual muchos de sus compañeros resultaron asesinados y luego devorados por una tribu que, por alguna razón difícilmente comprensible, no lo asesinaron y comieron a él, sino que lo mantuvieron hasta que, diez años más tarde lo liberaron a manos de otra expedición que lo devolvió a Europa. El hecho de que esta novela esté basada en un acontecimiento histórico reconocible como la expedición de Solís al Río de la Plata, y su acción transcurra en el tan lejano siglo XVI, tiene una vinculación evidente con la problematización que hace en reiteradas ocasiones sobre la idea de la memoria, de su fiabilidad y de la posibilidad de la representación de hechos pasados.
Entre las primeras páginas de la novela el narrador afirma “que el recuerdo de un hecho no es prueba suficiente de su acaecer verdadero” (P. 40) para luego comparar la materia del recuerdo con la del sueño. Mientras vamos adentrándonos en la novela, en la vida de los indios americanos y en los recuerdos del narrador se ponen en tensión dos formas de concebir el mundo, dos cosmovisiones, que traen aparejadas dos formas de concebir la memoria. Por un lado, la de los indios, que viven presos del caos absoluto, que tienen que trabajar constantemente para que el mundo no sea tragado por la negrura, por el devenir que todo lo corroe, y que necesitan del narrador, del def-ghi para
“que duplicara, como el agua, la imagen que daban de sí mismos, que repitiera sus gestos y palabras, que los representara en su ausencia y que fuese capaz, cuando me devolvieran a mis semejantes, de hacer como el espía o el adelantado que, por haber sido testigo de algo que el resto de la tribu todavía no ha visto, pudiese volver sobre sus pasos para contárselo en detalle a todos (…). Querían que de su pasaje por ese espejismo material quedase un testigo y un sobreviviente que fuese, ante el mundo, su narrador”. (P. 191)

Y el anciano cumple en narrar, más por respeto que por dejar testimonio o por generar algún tipo de conocimiento, su estancia de diez años con los indios. Sin embargo, constantemente nos está previniendo que la memoria para él (y aquí está la otra concepción) no es tan fiable como los indios supondrían. Si prestamos atención, podemos notar que durante toda la novela el narrador anciano hace referencia a distintos tipos de olvidos, la mayoría de los cuales son prácticamente inmediatos, totalmente subjetivos y, aparentemente injustificados.
Por ejemplo, un día después de que los indios hubieran asesinado a sus compañeros de travesía, el narrador nos cuenta que “ya estaba tan habituado a ellos [a los indios] que mis compañeros, el capitán y los barcos me parecían los restos inconexos de un sueño mal recordado” (P. 40). O un poco antes, cuando nos cuenta que después de un larguísimo viaje, los marineros sintieron el alivio de ver la diversidad nuevamente al llegar a la tierra y olvidar, en un instante, meses y meses de monótona travesía: “Esas playas amarillas, rodeadas de palmeras, desiertas en la luz cenital, nos ayudaban a olvidar la travesía larga, monótona y sin accidentes de la que salíamos como de un período de locura” (P. 16). Esta frase parece ser un augurio de lo que el narrador dirá que les ocurre a los indios después de sus rituales orgiásticos de canibalismo. Después de un período de locura que contrasta fuertemente con su rutina híper racional, los indios parecen no acordarse absolutamente de nada. Y de hecho, según nos cuenta el narrador, no lo recuerdan. Primero, como todavía no conocía el idioma, nos dice que “trataba de interrogarlos con la mirada, para ver si un gesto, una expresión o una mueca señalarían que en sus memorias seguían ardiendo rescoldos de esos días abominables, pero sus ojos, al encontrarse con los míos, parecían inocentes y mudos, indiferentes o inaccesibles al recuerdo” (P. 91). Más adelante, nos cuenta que al preguntarles sobre sus rituales canibalísticos “era como si hubieran perdido la memoria y no supiesen a qué me estaba refiriendo” (P. 114). Apenas unas páginas después, el narrador hace una aseveración tajante:
“Lo vivido roía, con su espesor engañoso, los recuerdo fijos y sin defensa. Cuando nos olvidamos es que hemos perdido, sin duda alguna, menos memoria que deseo. Nada nos es connatural. Basta una acumulación de vida, aunque sea neutra y gris, para que nuestras esperanzas más firmes y nuestros deseos más intensos se desmoronen.” (P. 120. Las cursivas son mías.)
Para el narrador no hay dudas de que la causa del olvido es más la pérdida del deseo, que la de memoria. Esto demuestra que el recuerdo para él, a diferencia de lo que pensaban los indios, no es confiable y es, sobre todo, subjetivo, relativo a los deseos y caprichos de cada uno.

Teniendo esto en cuenta y recordando la petición implícita que le hicieron los indios al personaje principal al llamarlo def-ghi, podemos repasar las distintas representaciones que éste hizo de su estancia con los indios desde que volviera al viejo continente. Nos cuenta que, a su llegada, todos se le acercaban con preguntas y cuestionarios destinados a satisfacer la curiosidad y la obsesión de la gente más que de conocer verdaderamente lo ocurrido. Además las preguntas eran prejuiciosas y malintencionadas, llenas de sospecha hacia él: “El viaje y la llegada fueron puro interrogatorio y miradas discretas o escrutadoras de hombres que trataban de arrancarme cosas que, en el fondo, los obsesionaban a ellos pero que yo desconocía (…) Y de las sospechas insistentes y sin contenido con que consideraban mi persona, ni ellos ni yo podíamos decidir si eran o no justificadas” (Pp. 135-136). La primera información que este grumete perdido y reencontrado intentó transmitir al viejo mundo sobre los indios, no sólo estaba mediada por preguntas destinadas más a satisfacer la obsesión de los que preguntaba, sino también por una sospecha (justificada o no) hacia la persona que las profería. Aunque la memoria no le fallara, había un fallo en la comunicación que impedía cumplir la voluntad de los indios de dejar testimonio de su existencia tal cual era.
La segunda representación que hace el anciano sobre su vida con los indios, es durante las conversaciones con el padre Quesada. El padre era el único que no sentía reticencias hacia el narrador y respetaba y creía lo que le decía hasta el punto de publicar un breve tratado recopilando esa información: “Con los datos que fue recogiendo, el padre escribió un tratado muy breve al que llamó Relación de abandonado y en el que contaba nuestros diálogos. Pero debo decir que, en esa época yo estaba todavía aturdido por los acontecimientos, y que mi respeto por el padre era tan grande que, intimidado, no me atrevía a hablarle de tantas cosas esenciales que no evocaban sus preguntas” (P. 145). El narrador se sintió intimidado y no contó cosas esenciales que no le fueron preguntadas. Nuevamente, no cumplió la voluntad de los indios de repetir sus gestos o palabras, de ser el adelantado que contase en detalle a todos sobre esta tribu, que los duplicara como el agua.
Después de la muerte del padre Quesada, el narrador se incorpora a una compañía de teatro y crea una comedia basada en los acontecimientos en el nuevo mundo. Esta tercera representación obviamente tampoco es una representación fiel. Por un lado, ya el hecho de escribir una comedia implica necesariamente una tergiversación de los hechos tal cual fueron. Por otro lado, el narrador nos cuenta: “De mis versos, toda verdad estaba excluida y si, por descuido, alguna parcela se filtraba en ellos, el viejo, menos interesado por la exactitud de mi experiencia que por el gusto de su público, que él conocía de antemano, me la hacía tachar” (P. 152). Más que evidente aparece acá que de esta representación, toda verdad estaba excluida. Por si fuera poco, unos renglones más abajo nos cuenta cómo, al tener tanto éxito su obra, tuvieron que adaptarla para ser representada en países que no hablaban español, transformándola de comedia en pantomima. Para colmo, cuando “hastiado de tanta falsedad” decide abandonar la compañía, llegan a un acuerdo con el viejo director para que el sobrino, de más o menos su misma edad, interpretara su papel y asumiera incluso su identidad. Él se comprometía a cambiar su nombre y a no escribir ninguna otra obra de teatro que narrara su aventura.
Hasta ahora, las representaciones parecen haber sido truncadas por la existencia de otra persona en la ecuación: primero, por los inquisidores que hacían preguntas improcedentes sospechando de quien debía responderlas. Después, por el padre Quesada, que hacía preguntas bienintencionadas a las que nuestro joven narrador, intimidado por su figura, respondía escuetamente, dejando de lado datos esenciales que no le fueran preguntados. Por último, la comedia, totalmente falsa, que escribió y que representó junto a la compañía de actores. En este caso, la existencia del público por intermedio del viejo que conocía sus gustos, fue lo que eliminó definitivamente lo poco de verdadero que podría tener.
Queda, entonces, la última y más íntima representación: la escritura de las memorias. En este caso, no hay otra persona. Está solamente el anciano, con su vino, su pan y sus aceitunas, en su casa blanca y fresca, iluminado por las velas, frente al papel rugoso y con la liviana pluma en sus firmes manos. Y sin embargo, cuando por fin, en sus últimos años de vida, se dispone a escribir su testimonio, el verdadero, no mediado por la presencia de otra persona que pudiera coartar su veracidad, lo que media ahora es el tiempo transcurrido entre el hecho y la escritura. El problema, ahora, es la memoria. Pensando esto, podemos volver a la primer frase de la novela para comprender cuán arbitraria y subjetiva es la memoria si tenemos en cuenta que el anciano que empuña con su mano firme la pluma que rasga el rugoso papel recuerda esas costas vacías y que, de entre todas las cosas que le acontecieron, le quedó, sobre todo pero también antes que nada, la abundancia de cielo.



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