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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



lunes, 20 de julio de 2015

Tristes Trópicos

Esa tarde las mujeres estaban más inquietas de lo normal. Las más jóvenes habían vuelto de la selva con unas hojas que, masticadas y hervidas, servían para hacer una bebida alucinógena muy potente. Los hombres estaban inmóviles junto al fuego, meditabundos. Miraban a las mujeres hacer el trabajo y esperaban. Todavía faltaban unas horas para el anochecer. Los niños corrían desentendidos junto al río potente y marrón. Las mujeres maduras se encargaban de la comida, mientras que las ancianas masticaban las hojas y las escupían en un cuenco de madera.
            La tarde era caliente y ruidosa. Los insectos estaban despertando de su sopor diurno y empezaban a atacar las pieles oscuras y curtidas de los hombres que yacían quietos junto al fuego. Los pájaros silbaban desde las ramas de los árboles y los peces en el río se acercaban a la superficie a intentar conseguir su alimento. Las ranas y las chicharras comenzaban a entonar su sinfonía diaria. La selva rugía su vida de atardeceres y anunciaba la llegada de una oscuridad engañosa que simularía quietud y calma pero ocultaría invisibles movimientos, amenazadores para los incautos pero de sobra conocidos para los hombres acostados junto al fuego, para las mujeres que alistaban la comida, para las ancianas que preparaban el brebaje, para los niños y las niñas que jugaban en la orilla del río.
            Esa tarde las mujeres estaban inquietas, y eso significaba que algo importante estaba por ocurrir. El concejo de ancianos se había reunido la noche anterior y habían fumado y cantado y bailado junto a un fuego solitario y secreto, en los confines de la selva. Después se habían acostado a la intemperie, en un claro donde los árboles no habían crecido, o habían sido derribados siglos atrás para contemplar al espíritu de la luna llena iluminando el mundo con su luz hecha de hielo y oscuridad. En ese claro yacieron, sin más compañía que la luna y el cielo estrellado. Y en ese cielo luminoso leyeron el mensaje. Y junto a ese cielo y a esa luna se quedaron a esperar que el sol ahuyentara los peligros y los miedos. Al amanecer volvieron al campamento y encargaron a las mujeres los preparativos, antes de irse a descansar.
            Ya el sol se había escondido por detrás de los árboles verdes e inmensos. Sólo las fogatas, que esta noche eran muchas, brindaban desinteresadas un poco de luz y calor. Los pescados ya se estaban asando en las brasas y la bebida ya había empezado a circular. La música ritual empezó a sonar por sobre la música natural de la selva nocturna. Los tambores pequeños y agudos, hechos con cueros de reptiles y los grandes y graves, hechos con cuero de vaca o de cabra; las maracas hechas con semillas, y las flautas hechas con ramas huecas de caña tacuara. La danza invocaba a los espíritus de la selva y la bebida alentaba su aparición. Todos bailaban, todos comían, todos tomaban del brebaje alucinógeno. De pronto la selva oscura empezó a florecer y a iluminarse. El río, marrón de día y negro por la noche se volvió del color del fuego, tomó su fuerza del sol y la irradió a sus orillas. Los sapos y las flautas, los pájaros nocturnos, los tambores, todo se unía para lograr una sinfonía cada vez más espléndida.
Algunos creyeron ver un murciélago negro y gigante surcando el cielo iluminado por la cálida luz del río. Todos se asustaron. Creyeron comprender el mensaje de los espíritus de la selva: el mensaje maligno de los espíritus buenos o el mensaje amenazante de los espíritus malignos que la noche anterior la luna había adelantado sólo a los sabios ancianos que la contemplaron en el claro de la selva. El anciano Miguel vio el fuego del futuro y la muerte de sus amigos y de su familia. Sintió el fuego en su estómago y la muerte en su corazón. Nadie supo por qué se tiró al río. Acaso para beber su agua helada y calmar el calor de sus tripas. Quizás fue por desesperación. Tal vez haya querido beber toda el agua del río, que era fuego, que era muerte, para salvar a su tribu. Algunos pensaron que el alma del anciano Miguel se había ido de su cuerpo antes de morir, y que fue ella quien surcó el cielo en forma de murciélago negro y gigante para advertirle a su gente del fuego y de la muerte y de lo monstruoso y ruidoso y de los árboles cayendo y sus casas desapareciendo.


La constructora ya había hablado con el gobierno, el gobierno ya había hablado con los indígenas, los indígenas habían aceptado. Los obligaban a abandonar sus tierras, eso estaba fuera de discusión. A cambio, les ofrecían unas hectáreas río abajo donde estarían más cómodos: tendrían cloacas, agua corriente, luz eléctrica; estarían cerca de la ciudad y de los almacenes y de los hospitales y de las escuelas. Ellos habían dudado, pero terminaron aceptando. Se fijó una fecha. Ese día, pasarían a buscarlos con los camiones y los llevarían a sus nuevos hogares. Ese mismo día, vendrían los hombres con las máquinas y empezarían a desmontar y a preparar el terreno y las inmediaciones para la construcción del estadio de fútbol.
       El día fijado, llegaron primero los camiones del ejército. Después, los hombres con las máquinas. Pero en vez de encontrar a un grupo triste de hombres y mujeres pobres y desnudos, esperándolos junto a sus casuchas destartaladas, entre el río y la selva, lo que encontraron fueron cenizas humeantes. No había gente. El único rastro de vida humana eran las cazuelas de las cuales la noche anterior habían estado bebiendo y las cenizas que estaban donde alguna vez habían estado las chozas. 
     Hubo un desconcierto general. No sabían qué hacer. ¿Empezar a desmontar? ¿Volver otro día? Esperaron unas horas hasta que algún coronel lejano dio la orden: proceder. No iban a andar preocupándose por un par de indiecitos que desaparecieron del mapa de golpe. Tenían cosas más importantes de qué encargarse, como combatir los disturbios que estaban habiendo en la capital, o  diagramar la organización del mundial de fútbol, por nombrar un par de ejemplos.

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