Esa tarde las mujeres estaban más
inquietas de lo normal. Las más jóvenes habían vuelto de la selva con unas hojas
que, masticadas y hervidas, servían para hacer una bebida alucinógena muy
potente. Los hombres estaban inmóviles junto al fuego, meditabundos. Miraban a
las mujeres hacer el trabajo y esperaban. Todavía faltaban unas horas para el
anochecer. Los niños corrían desentendidos junto al río potente y marrón. Las mujeres
maduras se encargaban de la comida, mientras que las ancianas masticaban las hojas
y las escupían en un cuenco de madera.
La
tarde era caliente y ruidosa. Los insectos estaban despertando de su sopor
diurno y empezaban a atacar las pieles oscuras y curtidas de los hombres que
yacían quietos junto al fuego. Los pájaros silbaban desde las ramas de los
árboles y los peces en el río se acercaban a la superficie a intentar conseguir su alimento. Las ranas y las chicharras comenzaban a entonar
su sinfonía diaria. La selva rugía su vida de atardeceres y anunciaba la
llegada de una oscuridad engañosa que simularía quietud y calma pero ocultaría invisibles
movimientos, amenazadores para los incautos pero de sobra conocidos para los
hombres acostados junto al fuego, para las mujeres que alistaban la comida, para las ancianas que preparaban el brebaje, para los niños y las niñas que jugaban en la
orilla del río.
Esa
tarde las mujeres estaban inquietas, y eso significaba que algo importante
estaba por ocurrir. El concejo de ancianos se había reunido la noche anterior y
habían fumado y cantado y bailado junto a un fuego solitario y secreto, en los
confines de la selva. Después se habían acostado a la intemperie, en un claro
donde los árboles no habían crecido, o habían sido derribados siglos atrás para
contemplar al espíritu de la luna llena iluminando el mundo con su luz hecha de
hielo y oscuridad. En ese claro yacieron, sin más compañía que la luna y el
cielo estrellado. Y en ese cielo luminoso leyeron el mensaje. Y junto a ese cielo
y a esa luna se quedaron a esperar que el sol ahuyentara los peligros y los
miedos. Al amanecer volvieron al campamento y encargaron a las mujeres los
preparativos, antes de irse a descansar.
Ya
el sol se había escondido por detrás de los árboles verdes e inmensos. Sólo las
fogatas, que esta noche eran muchas, brindaban desinteresadas un poco de luz y
calor. Los pescados ya se estaban asando en las brasas y la bebida ya había
empezado a circular. La música ritual empezó a sonar por sobre la música
natural de la selva nocturna. Los tambores pequeños y agudos, hechos con cueros
de reptiles y los grandes y graves, hechos con cuero de vaca o de cabra; las maracas
hechas con semillas, y las flautas hechas con ramas huecas de caña tacuara. La
danza invocaba a los espíritus de la selva y la bebida alentaba su aparición.
Todos bailaban, todos comían, todos tomaban del brebaje alucinógeno. De pronto
la selva oscura empezó a florecer y a iluminarse. El río, marrón de día y negro
por la noche se volvió del color del fuego, tomó su fuerza del sol y la irradió
a sus orillas. Los sapos y las flautas, los pájaros nocturnos, los tambores,
todo se unía para lograr una sinfonía cada vez más espléndida.
Algunos creyeron ver un
murciélago negro y gigante surcando el cielo iluminado por la cálida luz del
río. Todos se asustaron. Creyeron comprender el mensaje de los espíritus de la
selva: el mensaje maligno de los espíritus buenos o el mensaje amenazante de
los espíritus malignos que la noche anterior la luna había adelantado sólo a
los sabios ancianos que la contemplaron en el claro de la selva. El anciano Miguel
vio el fuego del futuro y la muerte de sus amigos y de su familia. Sintió el
fuego en su estómago y la muerte en su corazón. Nadie supo por qué se tiró al
río. Acaso para beber su agua helada y calmar el calor de sus tripas. Quizás
fue por desesperación. Tal vez haya querido beber toda el agua del río, que era
fuego, que era muerte, para salvar a su tribu. Algunos pensaron que el alma del
anciano Miguel se había ido de su cuerpo antes de morir, y que fue ella quien surcó
el cielo en forma de murciélago negro y gigante para advertirle a su gente del
fuego y de la muerte y de lo monstruoso y ruidoso y de los árboles cayendo y
sus casas desapareciendo.
La constructora ya había hablado con el gobierno, el gobierno ya había hablado con los indígenas, los indígenas habían aceptado. Los obligaban a abandonar sus tierras, eso estaba fuera de discusión. A cambio, les ofrecían unas hectáreas río abajo donde estarían
más cómodos: tendrían cloacas, agua corriente, luz eléctrica; estarían cerca de
la ciudad y de los almacenes y de los hospitales y de las escuelas. Ellos habían dudado, pero terminaron aceptando. Se fijó una
fecha. Ese día, pasarían a buscarlos con los camiones y los llevarían a sus
nuevos hogares. Ese mismo día, vendrían los hombres con las máquinas y
empezarían a desmontar y a preparar el terreno y las inmediaciones para la
construcción del estadio de fútbol.
El día fijado, llegaron primero los camiones del ejército. Después, los hombres con las máquinas. Pero en vez de encontrar a un grupo triste de hombres
y mujeres pobres y desnudos, esperándolos junto a sus casuchas destartaladas, entre el
río y la selva, lo que encontraron fueron cenizas humeantes. No había gente. El único rastro de vida humana eran las cazuelas de las cuales la noche anterior habían estado bebiendo y las cenizas
que estaban donde alguna vez habían estado las chozas.
Hubo un desconcierto general. No sabían qué hacer. ¿Empezar a desmontar? ¿Volver otro día? Esperaron unas horas hasta que algún coronel lejano dio la orden: proceder. No iban a andar preocupándose por un par de indiecitos que desaparecieron del mapa de golpe. Tenían cosas más importantes de qué encargarse, como combatir los disturbios que estaban habiendo en la capital, o diagramar la organización del mundial de fútbol, por nombrar un par de ejemplos.
Hubo un desconcierto general. No sabían qué hacer. ¿Empezar a desmontar? ¿Volver otro día? Esperaron unas horas hasta que algún coronel lejano dio la orden: proceder. No iban a andar preocupándose por un par de indiecitos que desaparecieron del mapa de golpe. Tenían cosas más importantes de qué encargarse, como combatir los disturbios que estaban habiendo en la capital, o diagramar la organización del mundial de fútbol, por nombrar un par de ejemplos.
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