El subte iba
vacío, o casi vacío. La sensación de vacuidad se veía potenciada por el momento
del día y de la semana: eran las seis menos cuarto de un martes, horario en el
que la línea A suele ir abarrotada de gente; pero ese día en el vagón rumbo a
Carabobo, habría dos o tres personas. En la estación Sáenz Peña bajaron una o
dos, dejando el vagón ocupado por una sola persona, a la que por comodidad
podríamos llamar Juan, o José, o Luis, pero que siguiendo razones un poco más
complicadas e inescrutables que la de la simple comodidad (la verdad, acaso, o
alguna otra), vamos a llamar Evaristo. Esta persona, que quedó sola en un vagón
de subte de una línea de subte de una ciudad de Argentina, que casualmente es
su capital, en una hora en la que por lo general suele ser pico y provocar el
abarrotamiento de la gente en los susodichos vagones de la susodicha línea de
la susodicha ciudad, esta persona, decíamos, no se asombró. Lo que pasaba por
su cabeza es un misterio, pero podemos suponer que pasaban imágenes de ríos y
de personas charlando, sentadas en puentes,
sobre literatura, o sobre eventos pasados. Esta suposición se deriva de que
Evaristo estaba sumido en la lectura de una novela, y prestaba menos atención a
los eventos a su alrededor que a los firuletes negros, cargados de significados,
sobre las páginas blancas del libro que sostenía entre sus manos, sobre su
regazo. “El movimiento continuo
descompuesto”, decía en el libro, y mediante una inefable causalidad, esa
frase se repitió milésimas de segundos más tarde en su pensamiento, o al menos
eso pudo haber pasado, en el momento en el que sonó la chicharra que anunciaba
el inminente cierre de las puertas del vagón. Cuando este cierre empezó a tener
lugar, un hombre bajito, de barba, vestido con una camisa larga y suelta, gris y pantalones marrones de corderoy, pana, corduroy o cotelé (elija
cuál le gusta más, son todos más o menos lo mismo), mocasines igualmente
marrones, tal vez un poco más claros y de color más gastado que el del pantalón, entró apurado al
vagón. Tampoco a él le sorprendió el hecho de que el vagón estuviera vacío en
la hora pico. Sorprendente esta carencia de sorpresa por parte de ambos. Este
segundo personaje fue a sentarse, directamente y sin dudarlo, a unos metros de
nuestro ya conocido Evaristo, quien levantó un segundo la vista de su libro, le
dio una rápida mirada, con una disimulada sonrisa que intentaba transmitir una
especie de saludo o algo así, a nuestro segundo personaje recién ingresado
tanto al vagón como a nuestra historia. No se le ocurrió preguntarse a Evaristo
qué razones movían a esta persona desconocida para ir a sentarse tan cerca suyo
teniendo un vagón entero con sus respectivos asientos vacíos, a su disposición.
Ciertamente no le importaba: le quedaban un par de estaciones y quería avanzar
con su lectura.
−Yo soy un amante de lo bello.−
Dijo nuestro barbudo y anónimo personaje a Evaristo, quien levantó la vista por
segunda vez, lo miró y le dijo:
−Mire usted…− Y volvió a bajar
la vista, ya desconcentrado por tantas interrupciones. El amante de lo bello se
lamentó: hubiera querido decirlo de otra manera, para causar algún otro efecto.
Claro que en estas páginas blancas que ahora usted, mi estimado lector, está
leyendo, no se puede percatar del tono que usó para proferir la frase que a lo
mejor pretendía que diera inicio a una conversación acerca de la belleza, o del
amor, o del ser o de la subjetividad. También, pensó que acaso hubiera sido más
dramático y efectivo, decir que era amante de lo hermoso, o de la hermosura.
Pero ya era tarde, ya lo había dicho. Tenía que volver a intentar establecer
contacto con Evaristo. Tal vez no se entienda bien por qué. Tal vez la
comprensión de razones no sea lo más importante en este relato. Pero tenía que
volver a hacerlo, y le dijo:
−Tengo una idea para un cuento. –Evaristo
levantó por tercera vez la vista, esta vez claramente agobiado. Cerró el libro,
sabiendo que ya no iba a poder concentrarse, menos con ese personaje extraño cerca
suyo. Desde que las puertas se cerraron, sólo había podido leer dos o tres
renglones; al terminarlos, se dio cuenta de que no recordaba nada de lo que
decían, de que ninguna imagen había surcado, mediante esa extraña causalidad de
la que ya hablamos, su mente, así que los releyó. Esta sucesión de hechos se
repitió un par de veces, hasta que el amante de lo bello afirmó tener una idea
para un cuento. Evaristo no quería escucharla, no le interesaba; pero igual
cerró el libro sabiendo que ya no iba a poder concentrarse, sin darse cuenta de
que esa acción, que él llevó a cabo por mera frustración, podía darle a
entender (y de hecho así fue) a su compañero de vagón que estaba interesado en
su idea, y se disponía a prestarle total atención, sin más distracciones que el
ruido variante, pero siempre alto, del trajín del subte surcando el túnel, que iba
disminuyendo a medida que se acercaban a la estación Congreso. Evaristo hizo
lugar a una pequeña esperanza dentro de su corazón: que su compañero de vagón
bajara si no en esta, en alguna estación próxima y le diera tiempo aún de leer
un poco más antes de llegar a su estación de destino, Primera Junta. Pero eso
era poco probable. Otra esperanza que albergó su corazón fue la siguiente: que
subiera más gente al vagón, así el destinatario de la conversación que quería
forzar el amante de lo hermoso, se volvería un poco más difuso, y él podría
seguir leyendo sin prestarle atención ni sentirse un desconsiderado al hacerlo.
Pero eso no pasó: las puertas no fueron abiertas por ningún nuevo pasajero que
intentara subir al vagón, la chicharra sonó anunciando el inminente cierre de
las puertas que hubieran sido abiertas (en este caso, ninguna), y el subte
recomenzó su trajinar sin nuevos habitantes en el vehículo. –El cuento
empezaría más o menos así: el vagón está vacío, o casi. Hay una sola persona,
sentada, leyendo. Pero en un momento, entra un hombre al vagón…
–…– No dice Evaristo.
–El hombre que entró al vagón
dice que tiene una idea para un cuento. Pero en un momento, la trama se
complica. – Evaristo sigue sin decir nada, pero presta atención, sin mirarlo, intentando
que el amante de lo bello no se percate. Guarda silencio, pero es otro silencio,
distinto al anterior: lo que antes era un silencio desinteresado, incluso molesto, ahora es un silencio expectante. –Resulta que el pasajero que ya estaba en el vagón cuando el
hombre entró, no tiene ningún interés en escuchar la idea. – Evaristo se da
cuenta de que nada nuevo puede contarle el amante de lo hermoso; incluso duda de
que ese hombre ame efectivamente la hermosura: pocas cosas hay menos bellas que
un vagón de subte de Buenos Aires en hora pico, y vacío. Podría recitarle un
poema de Juanele, si de verdad amara lo hermoso. Le dice:
–Discúlpeme, pero no me interesa
escuchar su idea. Por favor, déjeme viajar tranquilo, no tengo ánimo para andar
escuchando a dementes contando sus demencias.
–Discúlpeme usted. No sabía que
lo exasperara tanto. Si es así, lo lamento, y no le cuento más. Sólo hay un
problema, que creo que debería saber: yo tengo que ser contado. Usted tiene que
ser contado. Esto tiene que ser contado. Si no lo cuento yo, entonces nadie lo
contará. Podrá usted deducir las consecuencias que la falta de cuento traería a
nuestras existencias.
–Hágame el favor de callarse, se
lo estoy pidiendo amablemente. – Pensó que tal vez había sido un poco brusco,
pero ya la situación lo rebalsaba y estaba pensando, incluso, en bajar del
vagón milagrosamente vacío y tomar la siguiente formación que pasara, a riesgo
de estar, como es costumbre, atiborrada de gente, si el hombre no se callaba de
una vez. Pero el amante de la belleza se calló. No habló más. Se quedó sentado,
a pocos metros de Evaristo, mirando hacia abajo, tal vez a su pantalón marrón
de incierta tela, tal vez a sus mocasines. Tal vez mirando al piso.
Cuando el tren se detuvo en
Plaza Miserere, y ninguna puerta se abrió, y ninguna persona entró al vagón,
Evaristo escuchó en el relativo silencio, muy bajito, el llanto del amante de lo hermoso. No podía
creerlo. Estaba llorando. Lo miró, para cerciorarse y vio cómo gruesas y silenciosas
lágrimas bajaban por los pómulos del hombre e iban a perderse entre la oscura y
tupida barba. Pensó decirle algo, pero no se le ocurrió nada, o se le
ocurrieron demasiadas cosas, y ninguna era apropiada: no quería instarlo a
seguir hablando, ni quería parecer demasiado confianzudo inquiriendo sobre las
razones que lo angustiaban. Decidió quedarse callado él también, viéndolo llorar.
Se sentía un poco vacío. No sabía por qué tenía compasión del extraño
hombrecito parlanchín. En la siguiente estación en la que el subte se detuvo,
Loria, y de nuevo el ruido del subte paró por unos segundos, escuchó con un poco de
alivio que su compañero de vagón y de historia ya no lloraba. Tampoco nadie
entró en esa estación. Evaristo abrió de nuevo el libro un instante antes de
escuchar el sonido de la chicharra, y quiso, por última vez, echarle una ojeada
al amante de lo bello, para cerciorarse de que nuevamente podría leer tranquilo:
el hombre con el que compartía el vagón no respiraba. Había muerto.
Desesperado, Evaristo se levantó del asiento, logró salir del subte antes de
que el tren reanudara su marcha, salió a la estación primero, después a la superficie
y de ahí, sin demorar más tiempo, me llamó llorando a casa. Me llamó la atención, porque hacía casi un año que no hablábamos, pero él estaba tan desesperado que decidí dejar los reclamos de lado y escuchar: entre llantos me pidió por favor que
escriba un cuento, que tenía que ser más o menos como él me iba a contar, que lo haga inmediatamente, sin
perder un momento. El cuento tenía que empezar más o menos así: El subte iba
vacío, o casi vacío.
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