Ya desde chico que
Julio era así. A nosotros siempre nos cautivaba. Me acuerdo que mi mamá se
preocupaba: siempre la engañaba. A mí no. Yo lo reconocía cuando no era él; no
hubo una sola vez que no me diera cuenta. Había algo en su cara, en su forma de
reírse, de caminar. Para mí no era un mimo. Era algo más. Cuando éramos chicos,
las travesuras. Al principio Julio actuaba y yo lo único que hacía era no
delatarlo; después, cuando pude comprender la complicidad, a veces le seguía el
juego, a veces aceptaba la presencia de otra persona en su lugar, en su cuerpo,
y lo dejaba hacer. La misma pasión que él sentía por la actuación, yo la
profesaba por la música. Heredero de montones de discos, casettes y cds por
parte de mi madre y abuelo y de una guitarra criolla destartalada por parte de
mi padre, desarrollé un potente oído tanto para interpretar como para componer
temas propios. Cuando nos volvimos grandes (¿Cómo precisar el momento exacto en
que dos nenes, luego dos adolescentes que pasan todo el día jugando, se
convierten en dos adultos, si lo único que los distingue es la seriedad con que
se toman el juego?), Julio me pedía ayuda, no sólo para interpretar un papel en
alguna de sus obras o para pedirme opinión sobre algún personaje, sino también
para elegir la música adecuada para cada acto, o incluso para componer alguna
que otra canción, que siempre evaluaba con implacable seriedad.
Cuando empezó a actuar, lo hacía
como cualquier chico, y sobre todo para llamar la atención de los mayores. Pero
después, alrededor de los siete años, se empezó a notar una actitud diferente
frente a lo que hasta ese momento había sido sólo un juego: en su carácter
obsesivo y juguetón, en su control de cada expresión, de cada movimiento, de
cada sentimiento, había más que sólo un juego. Constantemente creaba personajes
y los actuaba. El que más me gustaba era el profesor de facultad: un viejo que
se acariciaba los bigotes, siempre con un libro bajo el brazo y una tiza en su
mano izquierda; el profesor era zurdo, y eso era lo que más me llamaba la
atención: Julio era diestro, pero cuando adoptaba este personaje, manejaba la
tiza con su mano menos hábil de una manera asombrosa. Había días en que se
pasaba horas metido en su personaje; a veces hablaba, a veces no, pero aunque
estuviésemos los dos sentados y en silencio, o escuchando música, yo me daba
cuenta de que no era Julio, mi amigo, quien estaba conmigo, sino Anselmo, el
profesor, Darío, el lechero, u Osvaldo, el cardiólogo. Incluso había ocasiones
en que agarraba mi guitarra o se sentaba frente al piano y me actuaba a mí. Mis
papás decían que era una copia exacta, la misma expresión, el mismo éxtasis, la
misma indiferencia por el resto del mundo cuando me sumía en mi música. A mí me
parecía un poco exagerado, pero claro: yo nunca me vi a mí mismo tocando.
A pesar de que Julio
empezó su carrera profesional actuando en obras convencionales, en muy poco
tiempo se ganó el nombre de mimo. Para mí no era un mimo, ya lo dije. Sí,
actuaba de manera asombrosa, muchas veces desdeñaba la utilería, mismo los
diálogos, pero eso no lo convertía en mimo. Había algo más. Julio sabía
entender y llegar a las personas mejor que nadie. Las podía manejar a su
antojo. En los momentos en que se ponía a interpretar un personaje, yo
imaginaba que había más que una simple actuación. Daba la impresión de que él
podía tener acceso a objetos que nosotros no podíamos ver. En esos momentos,
Julio no sólo jugaba con esos objetos, esos espíritus de cosas: jugaba con
nosotros; manejaba nuestros sentimientos a su antojo. Más de una vez se me
ocurrió que su arte no era la actuación, sino que era –y ahí radicaba su perfección, su infalibilidad–
la del titiritero que con imperceptibles hilitos provocaba el movimiento en
nuestro interior.
Los
años pasaron y nos pudimos ayudar mutuamente: Julio no podía imaginar sus
actuaciones sin música, por eso me incitaba a componer diariamente para tener
más repertorio de donde elegir. Fue así que en el lapso de tres meses que pasó
desde que empezamos a vivir juntos hasta que estrenó la primera obra escrita,
dirigida y actuada por Julio, había yo compuesto tantas y tan variadas obras
musicales que la crítica me empezó a llamar “el músico multifacético”. Sin
embargo, a quien más estimaba la crítica era al afamado actor, al “portador de las
nuevas tendencias en materia de teatro”. Como dije, al principio Julio actuaba
en obras convencionales, en desconocidos galpones y, a pesar de que entonces él
no era el director, siempre convencía a todos de cambiar, agregar o quitar
alguna que otra escena de la obra. Todos estimaban mucho su opinión. A los
veinte (yo tendría veintitrés) fue cuando empezó a escribir, actuar y dirigir
sus propias obras. Era increíble verlo ocuparse de todo y verlo conseguir
siempre que todo saliera tal cual como él quería. El público lo adoraba y hasta
los más afamados actores hubieran dado lo que fuera por actuar en una de sus
obras. Todo iba muy bien para los dos, ya que su éxito traía el mío: yo
componía su música, a veces tocaba en vivo; incluso firmé un contrato con una
discográfica para grabar un cd triple con el nombre de “música de teatro”, que
se vendió a un ritmo asombroso. No hace falta decir que yo era reconocido como
el compositor personal del actor más famoso e iconoclasta del país. Todo iba
muy bien. Sin embargo, en el festejo de su cumpleaños número veinticinco, en
una fiesta enorme en “El Colonial”, un inmenso teatro que estábamos pensando
comprar, Julio se me acercó con cara de preocupación. En diciembre de ese año,
con la plata recaudada de las obras y de mis discos, compramos el teatro y
Julio, tal como me lo había dicho el día de su cumpleaños, dejó de actuar.
Las
ganancias del teatro y de mis discos nos daban suficiente plata para
sobrellevar el mal momento. Julio me había dicho que no se sentía bien, que lo
que hacía no lo conformaba. Por eso convinimos en tomarnos un tiempo para
pensar. Mientras tanto, yo seguí componiendo, y él escribiendo, pero todo
quedaba en el papel. Yo no grababa, él no actuaba. Fueron dos años de intenso
trabajo intelectual y artístico, de búsqueda y desencuentro; de infinitas horas
de lectura, de literatura, principalmente, pero también de historia,
sociología, filosofía; de pasar días y días escuchando todo tipo de música; de
ir a teatros, cines, recitales, lecturas de poesía; de reuniones y charlas con
otros actores, músicos, periodistas, intelectuales. No estuvo mal, pero faltaba
algo. Faltaba acción, acto, actuación. Todos nos preguntábamos (incluso él)
cuándo Julio decidiría volver al escenario. El estilo que él buscaba, decía,
estaba dentro de sí mismo, pero no lograba encontrarlo.
Un
día, dos meses después de su cumpleaños número veintisiete, se me acercó y me
dijo: “Preciso que compongas algo”. Nada más que eso. Un mes después, en
diciembre, era la tan esperada vuelta al escenario de Julio. La primera vez que
actuaba desde que habíamos comprado “El Colonial”. Las cinco funciones
programadas se agotaron en dos días y tuvimos que duplicar el precio de las
entradas y agregar diez funciones más e igual así mucha gente no pudo
presenciar la obra. Los diarios y revistas culturales estaban como locos; dimos
alrededor de diez entrevistas para diferentes canales latinoamericanos,
norteamericanos, franceses, portugueses e italianos. No sólo Julio había
encontrado su estilo: al público le encantaba. Fue en este período cuando lo
empezaron a llamar “El mimo”. En sus obras no había escenografía, no había
utilería, no había diálogos, no había otros actores. Todo lo que se podía ver
era un fondo negro o blanco, dependiendo del carácter de la obra. A pesar de
estas carencias premeditadas, Julio nos daba a entender inconfundiblemente la
trama, el desarrollo de la historia. No había una sola escena en la que algún
gesto, alguna mímica (incluso alguna canción, por qué ser modesto) no consiguiera
el efecto buscado.
La
primer obra luego del receso era sublime: un hombre, esposo golpeador,
alcohólico y adicto al juego, era el personaje principal. Su vida y la de su
mujer eran miserables. Su cara se retorcía por el vicio, cada vez más. Un día,
su mujer se va de casa: lo deja por otro, a pesar de que él había prometido
cambiar. Angustiado, el personaje toma lo poco que había podido ahorrar y va al
casino. Al día siguiente despierta en una lujosa habitación de hotel. No
recuerda nada. ¿Qué hacía él ahí? Un mozo entra repentinamente sin tocar la
puerta, con una botella de champagne y caviar, que, le explica, había ordenado
la noche anterior para desayunar, justo después de haber ganado una
incalculable fortuna en el casino. El personaje se pone a llorar, triste de no
poder compartir su fortuna con su mujer, pero se calma en seguida: no va a
tardar mucho en volver a besar sus pies calzados con zapatos de cocodrilo. La
obra termina con el personaje tomando champagne del pico, con una expresión
ambigua, que no llega a definirse entre felicidad, tristeza, asombro, cuando
cae el telón.
Las
siguientes obras, del mismo estilo que pronto la crítica llamó mímica
experimental, eran de lo más variadas: una, de influencia surrealista en que el
protagonista era una garrapata que vivía alternativamente en un perro y en su
amo humano; otra, un poco más romántica, era una adaptación de Romeo y Julieta
contextualizada en la Grecia antigua; otra, a mi juicio la mejor, era la
actuo-biografía de Porfirio Díaz (así la tituló), el dictador mexicano de
principios del siglo XX. Así fue pasando el tiempo y el dúo del colonial no
dejó de producir éxito tras éxito.
Julio
y yo seguíamos viviendo juntos, pero nos habíamos mudado a una casa más grande
y antigua, cercana al teatro. Una noche, como ya había pasado aquella vez en
que decidió dejar de actuar y aquella otra en que decidió volver, se acercó con
una expresión bíblica, él, el maestro de las expresiones:
−Necesito ayuda– Su mirada estaba
perdida. –Tengo un nuevo número que necesita música.
–Buenísimo. Ya me pongo a componer.
Contame algo, así sé qué hago.
–Tiene que ser terrible.
–Terrible ¿Cómo? ¿Es un drama?
¿Comedia? Tirame una punta.
–Tragedia. Es nuevo. La idea me vino
hace mucho. Lo pensé bastante. Le falta música nomás. Hacé tres, cuatro piezas.
Es una sorpresa, no te puedo decir nada más. Sólo que tiene que ser un solo
tema. De una hora, más o menos. El final tiene que ser dramático, tremendo, un
éxtasis.
La
nueva obra no se publicitó demasiado y no tuvo nombre. Sin embargo la noticia
se propagó muy velozmente. El único dato que dejó trascender Julio era que por
características intrínsecas a la obra, habría una única función. Las entradas
se cobraron carísimas, diez veces más que el promedio de las entradas de esa
época a pesar de lo cual se agotaron en menos de un día, y la inmensa cola en
la puerta de El Colonial no mermaba aunque en la boletería estaba colgado un
inmenso cartel de LOCALIDADES AGOTADAS: la gente estaba segura de que se
agregarían más funciones. Durante el mes que transcurrió entre el día que se
pusieron en venta las entradas y la presentación de la obra anónima, de ella
era de lo único de lo que se hablaba en los noticieros, en la radio, en las
revistas y en las secciones culturales de los diarios. Nos llamaron para dar
más de cuarenta entrevistas, pero Julio había dicho que no íbamos a aceptar
ninguna. Los discos de música de teatro se vendieron como nunca. La ciudad
estaba convulsionada. Incluso yo lo estaba por el hermetismo de mi amigo. Y,
ciertamente, teníamos razón de estarlo. Cuando terminó la obra, la gente salió
enloquecida de amor, de admiración, de asombro, de estupor.
El
personaje de la obra anónima pasa por situaciones horrible: muere su padre de
una terrible enfermedad, su negocio entra en quiebra, su mujer cae enferma y
para pagar el tratamiento, debe vender su auto, su casa, a pesar de lo cual,
también ella muere y, por último, el gran final, el personaje decide
suicidarse. Como era el estilo de Julio, no había escenografía, ni otros actores
o utilería. Sólo un fondo blanco, constantemente iluminado, para simbolizar la
desazón ante el destino trágico y el vacío interior del personaje. Lo más
impactante de la obra, el final extático que me había dicho Julio, era la
escena del suicidio: el desgraciado personaje decide quitarse la vida, pero
duda del método. Imagina ahogarse en la bañera del hotel, colgarse del cuello,
pero al final se da cuenta de que la mejor forma de morirse es pegándose un
tiro. El gran obstáculo y tal vez el que más exalta la desgracia del personaje,
su patetismo, es que no puede conseguir un arma para darse el golpe de gracia.
Entonces, improvisa: contrae los dedos medio, anular y meñique de su mano
derecha, formando una letra L con los dedos índice y pulgar. Su mano tiembla,
sus ojos lagrimean. Se lleva la mano a la boca y se apoya contra el iluminado
fondo blanco. Con un horrible gesto de terror, los ojos bien abiertos, los
labios envolviendo el dedo índice colocado enteramente dentro de su boca,
flexiona finalmente, a la vez que la música ejecuta ese éxtasis que Julio me
había pedido, el pulgar. Cae, terriblemente al suelo, dejando sobre el fondo
blanco una inesperada mancha roja; el ruido del cuerpo golpeando el suelo se
oye a través del telón bajo.
El
aplauso duró, sin declinar, más de diez minutos pero el telón no se volvió a
abrir y Julio, contra su costumbre, no salió a agradecer las ovaciones del
público. Media hora después de finalizada la obra todavía había muchísima gente
en el hall de “El Colonial” esperando para felicitar al increíble actor.
Empezábamos a preguntarnos si estaría bien cuando un empleado del teatro me
llamó tras bambalinas. Inmediatamente me dijo que Julio no se había levantado
del piso del escenario, que creía que se había desmayado. Por un momento pasó
por mi cabeza la frase “características intrínsecas a la obra”, pero en seguida
se disipó. Se me ocurrió que era un juego o una sorpresa de Julio. Pero cuando
lo vi, tirado en el piso, sobre un espeso charco rojo, los ojos abiertos, la
expresión tranquila pero ausente, no pude más que tirarme al piso a llorar. Le
pedí al empleado que echara a la gente, que dijera que Julio se había retirado
o cualquier mentira. En ese momento, no supe cómo me sentía; no supe si estaba
enojado con mi amigo por no haberme adelantado nada de lo que iba a pasar, o si
estaba celoso de su descollante actuación y su increíble talento
Es muy buena y muy graciosa la idea de matarse con el dedo, pobre mimo!!!
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