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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



lunes, 31 de octubre de 2011

El mimo


Ya desde chico que Julio era así. A nosotros siempre nos cautivaba. Me acuerdo que mi mamá se preocupaba: siempre la engañaba. A mí no. Yo lo reconocía cuando no era él; no hubo una sola vez que no me diera cuenta. Había algo en su cara, en su forma de reírse, de caminar. Para mí no era un mimo. Era algo más. Cuando éramos chicos, las travesuras. Al principio Julio actuaba y yo lo único que hacía era no delatarlo; después, cuando pude comprender la complicidad, a veces le seguía el juego, a veces aceptaba la presencia de otra persona en su lugar, en su cuerpo, y lo dejaba hacer. La misma pasión que él sentía por la actuación, yo la profesaba por la música. Heredero de montones de discos, casettes y cds por parte de mi madre y abuelo y de una guitarra criolla destartalada por parte de mi padre, desarrollé un potente oído tanto para interpretar como para componer temas propios. Cuando nos volvimos grandes (¿Cómo precisar el momento exacto en que dos nenes, luego dos adolescentes que pasan todo el día jugando, se convierten en dos adultos, si lo único que los distingue es la seriedad con que se toman el juego?), Julio me pedía ayuda, no sólo para interpretar un papel en alguna de sus obras o para pedirme opinión sobre algún personaje, sino también para elegir la música adecuada para cada acto, o incluso para componer alguna que otra canción, que siempre evaluaba con implacable seriedad.
                Cuando empezó a actuar, lo hacía como cualquier chico, y sobre todo para llamar la atención de los mayores. Pero después, alrededor de los siete años, se empezó a notar una actitud diferente frente a lo que hasta ese momento había sido sólo un juego: en su carácter obsesivo y juguetón, en su control de cada expresión, de cada movimiento, de cada sentimiento, había más que sólo un juego. Constantemente creaba personajes y los actuaba. El que más me gustaba era el profesor de facultad: un viejo que se acariciaba los bigotes, siempre con un libro bajo el brazo y una tiza en su mano izquierda; el profesor era zurdo, y eso era lo que más me llamaba la atención: Julio era diestro, pero cuando adoptaba este personaje, manejaba la tiza con su mano menos hábil de una manera asombrosa. Había días en que se pasaba horas metido en su personaje; a veces hablaba, a veces no, pero aunque estuviésemos los dos sentados y en silencio, o escuchando música, yo me daba cuenta de que no era Julio, mi amigo, quien estaba conmigo, sino Anselmo, el profesor, Darío, el lechero, u Osvaldo, el cardiólogo. Incluso había ocasiones en que agarraba mi guitarra o se sentaba frente al piano y me actuaba a mí. Mis papás decían que era una copia exacta, la misma expresión, el mismo éxtasis, la misma indiferencia por el resto del mundo cuando me sumía en mi música. A mí me parecía un poco exagerado, pero claro: yo nunca me vi a mí mismo tocando.

                A pesar de que Julio empezó su carrera profesional actuando en obras convencionales, en muy poco tiempo se ganó el nombre de mimo. Para mí no era un mimo, ya lo dije. Sí, actuaba de manera asombrosa, muchas veces desdeñaba la utilería, mismo los diálogos, pero eso no lo convertía en mimo. Había algo más. Julio sabía entender y llegar a las personas mejor que nadie. Las podía manejar a su antojo. En los momentos en que se ponía a interpretar un personaje, yo imaginaba que había más que una simple actuación. Daba la impresión de que él podía tener acceso a objetos que nosotros no podíamos ver. En esos momentos, Julio no sólo jugaba con esos objetos, esos espíritus de cosas: jugaba con nosotros; manejaba nuestros sentimientos a su antojo. Más de una vez se me ocurrió que su arte no era la actuación, sino que era y ahí radicaba su perfección, su infalibilidad– la del titiritero que con imperceptibles hilitos provocaba el movimiento en nuestro interior.
                Los años pasaron y nos pudimos ayudar mutuamente: Julio no podía imaginar sus actuaciones sin música, por eso me incitaba a componer diariamente para tener más repertorio de donde elegir. Fue así que en el lapso de tres meses que pasó desde que empezamos a vivir juntos hasta que estrenó la primera obra escrita, dirigida y actuada por Julio, había yo compuesto tantas y tan variadas obras musicales que la crítica me empezó a llamar “el músico multifacético”. Sin embargo, a quien más estimaba la crítica era al afamado actor, al “portador de las nuevas tendencias en materia de teatro”. Como dije, al principio Julio actuaba en obras convencionales, en desconocidos galpones y, a pesar de que entonces él no era el director, siempre convencía a todos de cambiar, agregar o quitar alguna que otra escena de la obra. Todos estimaban mucho su opinión. A los veinte (yo tendría veintitrés) fue cuando empezó a escribir, actuar y dirigir sus propias obras. Era increíble verlo ocuparse de todo y verlo conseguir siempre que todo saliera tal cual como él quería. El público lo adoraba y hasta los más afamados actores hubieran dado lo que fuera por actuar en una de sus obras. Todo iba muy bien para los dos, ya que su éxito traía el mío: yo componía su música, a veces tocaba en vivo; incluso firmé un contrato con una discográfica para grabar un cd triple con el nombre de “música de teatro”, que se vendió a un ritmo asombroso. No hace falta decir que yo era reconocido como el compositor personal del actor más famoso e iconoclasta del país. Todo iba muy bien. Sin embargo, en el festejo de su cumpleaños número veinticinco, en una fiesta enorme en “El Colonial”, un inmenso teatro que estábamos pensando comprar, Julio se me acercó con cara de preocupación. En diciembre de ese año, con la plata recaudada de las obras y de mis discos, compramos el teatro y Julio, tal como me lo había dicho el día de su cumpleaños, dejó de actuar.
                Las ganancias del teatro y de mis discos nos daban suficiente plata para sobrellevar el mal momento. Julio me había dicho que no se sentía bien, que lo que hacía no lo conformaba. Por eso convinimos en tomarnos un tiempo para pensar. Mientras tanto, yo seguí componiendo, y él escribiendo, pero todo quedaba en el papel. Yo no grababa, él no actuaba. Fueron dos años de intenso trabajo intelectual y artístico, de búsqueda y desencuentro; de infinitas horas de lectura, de literatura, principalmente, pero también de historia, sociología, filosofía; de pasar días y días escuchando todo tipo de música; de ir a teatros, cines, recitales, lecturas de poesía; de reuniones y charlas con otros actores, músicos, periodistas, intelectuales. No estuvo mal, pero faltaba algo. Faltaba acción, acto, actuación. Todos nos preguntábamos (incluso él) cuándo Julio decidiría volver al escenario. El estilo que él buscaba, decía, estaba dentro de sí mismo, pero no lograba encontrarlo.
                Un día, dos meses después de su cumpleaños número veintisiete, se me acercó y me dijo: “Preciso que compongas algo”. Nada más que eso. Un mes después, en diciembre, era la tan esperada vuelta al escenario de Julio. La primera vez que actuaba desde que habíamos comprado “El Colonial”. Las cinco funciones programadas se agotaron en dos días y tuvimos que duplicar el precio de las entradas y agregar diez funciones más e igual así mucha gente no pudo presenciar la obra. Los diarios y revistas culturales estaban como locos; dimos alrededor de diez entrevistas para diferentes canales latinoamericanos, norteamericanos, franceses, portugueses e italianos. No sólo Julio había encontrado su estilo: al público le encantaba. Fue en este período cuando lo empezaron a llamar “El mimo”. En sus obras no había escenografía, no había utilería, no había diálogos, no había otros actores. Todo lo que se podía ver era un fondo negro o blanco, dependiendo del carácter de la obra. A pesar de estas carencias premeditadas, Julio nos daba a entender inconfundiblemente la trama, el desarrollo de la historia. No había una sola escena en la que algún gesto, alguna mímica (incluso alguna canción, por qué ser modesto) no consiguiera el efecto buscado.
                La primer obra luego del receso era sublime: un hombre, esposo golpeador, alcohólico y adicto al juego, era el personaje principal. Su vida y la de su mujer eran miserables. Su cara se retorcía por el vicio, cada vez más. Un día, su mujer se va de casa: lo deja por otro, a pesar de que él había prometido cambiar. Angustiado, el personaje toma lo poco que había podido ahorrar y va al casino. Al día siguiente despierta en una lujosa habitación de hotel. No recuerda nada. ¿Qué hacía él ahí? Un mozo entra repentinamente sin tocar la puerta, con una botella de champagne y caviar, que, le explica, había ordenado la noche anterior para desayunar, justo después de haber ganado una incalculable fortuna en el casino. El personaje se pone a llorar, triste de no poder compartir su fortuna con su mujer, pero se calma en seguida: no va a tardar mucho en volver a besar sus pies calzados con zapatos de cocodrilo. La obra termina con el personaje tomando champagne del pico, con una expresión ambigua, que no llega a definirse entre felicidad, tristeza, asombro, cuando cae el telón.
                Las siguientes obras, del mismo estilo que pronto la crítica llamó mímica experimental, eran de lo más variadas: una, de influencia surrealista en que el protagonista era una garrapata que vivía alternativamente en un perro y en su amo humano; otra, un poco más romántica, era una adaptación de Romeo y Julieta contextualizada en la Grecia antigua; otra, a mi juicio la mejor, era la actuo-biografía de Porfirio Díaz (así la tituló), el dictador mexicano de principios del siglo XX. Así fue pasando el tiempo y el dúo del colonial no dejó de producir éxito tras éxito.
                Julio y yo seguíamos viviendo juntos, pero nos habíamos mudado a una casa más grande y antigua, cercana al teatro. Una noche, como ya había pasado aquella vez en que decidió dejar de actuar y aquella otra en que decidió volver, se acercó con una expresión bíblica, él, el maestro de las expresiones:
−Necesito ayuda– Su mirada estaba perdida. –Tengo un nuevo número que necesita música.
–Buenísimo. Ya me pongo a componer. Contame algo, así sé qué hago.
–Tiene que ser terrible.
–Terrible ¿Cómo? ¿Es un drama? ¿Comedia? Tirame una punta.
–Tragedia. Es nuevo. La idea me vino hace mucho. Lo pensé bastante. Le falta música nomás. Hacé tres, cuatro piezas. Es una sorpresa, no te puedo decir nada más. Sólo que tiene que ser un solo tema. De una hora, más o menos. El final tiene que ser dramático, tremendo, un éxtasis.
                La nueva obra no se publicitó demasiado y no tuvo nombre. Sin embargo la noticia se propagó muy velozmente. El único dato que dejó trascender Julio era que por características intrínsecas a la obra, habría una única función. Las entradas se cobraron carísimas, diez veces más que el promedio de las entradas de esa época a pesar de lo cual se agotaron en menos de un día, y la inmensa cola en la puerta de El Colonial no mermaba aunque en la boletería estaba colgado un inmenso cartel de LOCALIDADES AGOTADAS: la gente estaba segura de que se agregarían más funciones. Durante el mes que transcurrió entre el día que se pusieron en venta las entradas y la presentación de la obra anónima, de ella era de lo único de lo que se hablaba en los noticieros, en la radio, en las revistas y en las secciones culturales de los diarios. Nos llamaron para dar más de cuarenta entrevistas, pero Julio había dicho que no íbamos a aceptar ninguna. Los discos de música de teatro se vendieron como nunca. La ciudad estaba convulsionada. Incluso yo lo estaba por el hermetismo de mi amigo. Y, ciertamente, teníamos razón de estarlo. Cuando terminó la obra, la gente salió enloquecida de amor, de admiración, de asombro, de estupor.
                El personaje de la obra anónima pasa por situaciones horrible: muere su padre de una terrible enfermedad, su negocio entra en quiebra, su mujer cae enferma y para pagar el tratamiento, debe vender su auto, su casa, a pesar de lo cual, también ella muere y, por último, el gran final, el personaje decide suicidarse. Como era el estilo de Julio, no había escenografía, ni otros actores o utilería. Sólo un fondo blanco, constantemente iluminado, para simbolizar la desazón ante el destino trágico y el vacío interior del personaje. Lo más impactante de la obra, el final extático que me había dicho Julio, era la escena del suicidio: el desgraciado personaje decide quitarse la vida, pero duda del método. Imagina ahogarse en la bañera del hotel, colgarse del cuello, pero al final se da cuenta de que la mejor forma de morirse es pegándose un tiro. El gran obstáculo y tal vez el que más exalta la desgracia del personaje, su patetismo, es que no puede conseguir un arma para darse el golpe de gracia. Entonces, improvisa: contrae los dedos medio, anular y meñique de su mano derecha, formando una letra L con los dedos índice y pulgar. Su mano tiembla, sus ojos lagrimean. Se lleva la mano a la boca y se apoya contra el iluminado fondo blanco. Con un horrible gesto de terror, los ojos bien abiertos, los labios envolviendo el dedo índice colocado enteramente dentro de su boca, flexiona finalmente, a la vez que la música ejecuta ese éxtasis que Julio me había pedido, el pulgar. Cae, terriblemente al suelo, dejando sobre el fondo blanco una inesperada mancha roja; el ruido del cuerpo golpeando el suelo se oye a través del telón bajo.
                El aplauso duró, sin declinar, más de diez minutos pero el telón no se volvió a abrir y Julio, contra su costumbre, no salió a agradecer las ovaciones del público. Media hora después de finalizada la obra todavía había muchísima gente en el hall de “El Colonial” esperando para felicitar al increíble actor. Empezábamos a preguntarnos si estaría bien cuando un empleado del teatro me llamó tras bambalinas. Inmediatamente me dijo que Julio no se había levantado del piso del escenario, que creía que se había desmayado. Por un momento pasó por mi cabeza la frase “características intrínsecas a la obra”, pero en seguida se disipó. Se me ocurrió que era un juego o una sorpresa de Julio. Pero cuando lo vi, tirado en el piso, sobre un espeso charco rojo, los ojos abiertos, la expresión tranquila pero ausente, no pude más que tirarme al piso a llorar. Le pedí al empleado que echara a la gente, que dijera que Julio se había retirado o cualquier mentira. En ese momento, no supe cómo me sentía; no supe si estaba enojado con mi amigo por no haberme adelantado nada de lo que iba a pasar, o si estaba celoso de su descollante actuación y su increíble talento

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