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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



martes, 9 de agosto de 2011

Desalojo

Ver la sonrisa de doña Clara me produjo una sensación tal que no pude decirle que no era verdad lo que había oída; que la iban a echar, como a tantos otros; que la iban a obligar a abandonar su casa, su perro, su pueblo donde había vivido por ochenta y ocho años, e el que estaban enterrados sus padres, su marido y sus hijos muertos en un confuso accidente en la ruta. La vida de Clara había sido dura: "trabajando duro y sin pensar. Asé es que pude sobrevivir a la vida. Mis hijos y mi marido me ayudaron, pero ahora que estoy sola, nada más que el trabajo. El trabajo y Chacho, que ya está viejito". Por eso, ahora, al ver la sonrisa de doña Clara, feliz porque a ella no la iban a llevar, no le pude decir que eso era mentira; que tenía que irse, porque sino la iban a desalojar a los palazos.
          "Yo me apuré por tener hijos, me apuré por casarme, para poder tener nietos, tal vez hasta bisnietos, y ahora que pasó esto con los chicos...Yo por eso los tuve a los veinte". Me había dicho cuando nos enteramos del accidente. Después pasó lo del marido, que mejor ni acordarse. Ella dice que murió de tristeza. Los médicos no supieron decir de qué, y entonces le versión de Clara se difundió por todo el pueblo. Y todo el mundo le tuvo miedo a la tristeza. "También hay gente que muere de miedo".
       Pero ahora sonreía. Sonreía me ofrecía té, le daba agua a Chacho y sonreía. Y yo le tenía que decir que no, que no quería té, que mejor dejara al perro en paz y que se pusiera a ordenar lo poco que tenía en la casita, que la iban a llevar a otro lugar, uno mejor, donde no necesitara prender fuego en una lata para calentarse, donde tal vez tendría gas, donde seguro tendría una ducha, donde, por lo menos no tendría tan cerca las vías del tres ("tan peligrosas antes, cuando de verdad pasaba").
 -Vos fuiste amigo de los chicos- Me dijo. Y todavía no sonreía, estaba preocupada por el desalojo- ¿No podrías hacer algo? Seguro a vos te escuchan. no pienso vivir mucho más, pero lo que me quede quiero pasarlo acá, donde fui feliz, aunque también haya sido triste. Acá fui feliz, ¿Entendés?
-Voy a ver qué puedo hacer, Clara.- Y ahí fue que empezó a sonreir.
          Por eso no le dije que no había posibilidad alguna. Esas tierras eran del Estado y habían dado la orden de desalojo. Iban a transladar a todos los residentes de esa zona a unas casas prefabricadas a unos doscientos kilómetros de ahí. Pero Clara me dio lástima. Cuando volví, después de que, a pesar de mis intentos, nadie escuchara los reclamos de doña Clara, sabía que se había difundido el rumor de que al final el tema del desalojo se había suspendido, pero no era verdad. incluso habían preparado un operativo policial para la noche. Volví convencido de decirle a doña Clara que prepare las valijas, que se tenía que ir lo antes posible; pero estaba ahí una mujer que desde hacía cuarenta años no sonreía, que tenía la mirada triste y trabajaba para olvidarse; una mujer que yo visitaba una vez por mes, porque sus hijos había sido mis amigos, una mujer que, cuando me veía entrar, me ofrecía té o mate cocido, le daba agua al perro, por un rato charlaba conmigo, recordando a sus hijos, a su marido y después volvía a la máquina de coser, a trabajar dejándome sólo con el té y el perro, con el ruido de la máquina de coser, hasta que yo salía por la puerta de chapa y la escuchaba parar con la máquina, levantarse, trabar la puerta con un ladrillo y volver a la máquina. Esa mujer estaba sonriente, estaba feliz.
          -Discúlpeme, doña clara, no pude hacer nada. Tiene que hacer las valijas. En diez minutos voy a pasar con la camioneta para llevarla. De acá se tiene que ir.
-No necesito valijas. Necesito a mi perro, a mi casa y a mis muertos. Volvé a buscarme cuando quieras. Yo no voy a estar para que me lleves.
           Cinco minutos después, toqué la bocina, para avisarle que ya había llegado. Esperé diez minutos más, cuando de golpe el viento dejó de soplar y el sol empezó a calentar. A pesar de tener los vidrios bajos, en la camioneta me estaba muriendo de calor. Bajé a ver si doña Clara estaba lista.
           La puerta de chapa estaba trabada con el ladrillo. Tuve que hacer bastante fuerza. Al entrar, el perro empezó a ladrar con un ruido seco, a perro seco, a perro muerto. Me fijé en todo el ambiente, que era el único que tenía la casucha. Doña Clara no estaba. En el piso había una lapicera y un papel firuleteado. Tal vez la vieja había querido escribir algo, pero no había recordado cómo. Di la vuelta a la casita, salí al fondo, donde estaban las vías del tren, y tampoco por ahí estaba. Si se hubiera escapado, se hubiese llevado al perro. Además, las señoras de su edad no pueden moverse tan rápido.
   

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