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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



viernes, 22 de abril de 2016

Historia argentina. Rodrigo Fresán

“¿Cómo empezar —porque todo tiene su principio— la historia que servirá de respuesta?
Ya sé. Lo mejor es atenerse a las convenciones del género, pisar terreno seguro, allá vamos.
Había una vez…”
 “La vocación literaria”. Fresán

Rodrigo Fresán siempre te descoloca. Lo quieras o no, lo consientas o no, te descoloca. Como ya me pasó al leer Mantra (http://ivanbarbagallo.blogspot.com.ar/2015/02/mantra-rodrigo-fresan.html) y La parte inventada (http://ivanbarbagallo.blogspot.com.ar/2015/06/la-parte-inventada-rodrigo-fresan.html), al terminar de leer Historia argentina (1991) y sentarme a escribir esta breve y poco rigurosa reseña, me encontré nuevamente ante la dificultad de catalogar o definir este libro.  Es cierto que es su primer libro de ficción, y que los procedimientos que más adelante estarán mucho más definidos y más sueltos, acá asoman con un poco de timidez, como pidiendo permiso. Sin embargo uno siente siempre una libertad, una heterodoxia, una originalidad y frescura que no espera de un autor que no tiene el reconocimiento que debería (como me decía aquel vendedor extático: “La gente no sabe lo que es Fresán, no conoce a Fresán”.) Los anteriores libros que mencioné, Mantra y La parte inventada están catalogados como novelas, aunque en realidad están formados por un montón de fragmentos (¿cuentos?) de mayor o menor duración, mayor o menor autonomía del resto de los fragmentos. Es cierto que su cohesión es absoluta, y que forman un todo coherente, como si cada fragmento contribuyera desde su lugar a darle sentido a una trama ulterior, enorme, sólo abarcable (siempre de forma incompleta) por fragmentos.
La editorial Planeta cataloga indefectiblemente Historia argentina como libro de cuentos. Y no hay dudas, ¿o sí?: cada una de las partes que comprenden este libro, son cuentos, señoras y señores. Cuentos, cuentos con todas las letras. Y cuando uno empieza a leer, tampoco lo duda: la primera historia trata de un muchacho al que, para castigarlo por su fanatismo por Mickey Mouse, su familia mandó a trabajar en un restaurante londinense durante la guerra de Malvinas; la segunda, de dos incomprendidos y adelantados padres de la patria en aquella época fundacional; la tercera, sobre un encuentro amoroso muy particular. Y así uno va leyendo los cuentos como entidades autónomas, independientes, autosuficientes. Son todos cuentos, lo que se dice cuentos, lo que uno llama cuentos. Historias breves, separadas, independientes, unidas en un libro por algún criterio oculto que se nos escapa.

Pero de pronto uno levanta la cabeza del libro, como tocado por el mágico Mickey Mouse en la película Fantasía y piensa: ¿Este Alejo será el mismo que el del otro cuento? ¿Este Dellaroca es el mismo que se menciona en el cuento anterior? Y de pronto todo empieza a caer en su lugar, y uno descubre que el personaje de una de las tres historias que forman parte de “La soberanía nacional”, que narra el encuentro de un soldado argentino con un Gurkha durante la guerra de Malvinas, es el narrador de otro de los cuentos, que a su vez es el hermano con mala suerte de aquel muchacho fanático de Mickey del primer relato. De pronto uno cae en la cuenta de que el narrador de uno de los cuentos es el protagonista de otro; que el personaje principal de un cuento aparece nombrado como al pasar en otros; que la obra musical de un personaje secundario apenas entrevisto en un cuento es objeto de análisis en otro; que el niño, personaje de un cuento, es el escritor de otro de los cuentos; y así sucesivamente. De pronto uno descubre que cada cuento no estaba situado en un universo aislado, totalmente distinto de los otros, si no que todos participan del mismo mundo, en el que todos los personajes cohabitan y se interrelacionan. Y así uno logra entrever, acaso suponer, un todo mucho mayor que la suma de cada una de las partes.
Al momento de repensar un libro, uno vuelve necesariamente al título. Los títulos son algo raro. Yo personalmente les hago menos caso del que debería. Pienso que su principal objetivo es vender, como si fuera un gancho para que uno compre o tenga ganas de leer el libro; y usualmente dejo el título ahí tirado, a un costado, como quien rompe el envoltorio de un regalo, y me adentro al libro impaciente, como buscando la verdad en las hojas, y no en la tapa. Sin embargo, hay casos en los que el título te ofrece una clave para interpretar el contenido del libro. Y en este caso, volviendo al título entendí todo: entendí que es un libro incomprensible. Este no es un libro de cuentos (en ese caso, se llamaría Historias argentinas, ¿no?) y tampoco es una novela. Al igual que Mantra, o que La parte inventada, este libro es inclasificable, está hecho de pequeños fragmentos, historias que uno podría hacer pasar por cuentos, y que uno puede leer sin necesidad de remitirse al resto del libro. Pero el todo está ahí, se asoma tímido. Y uno se pregunta: ¿cuál es ese todo? ¿Esa historia más grande que intenta contar con cada una de las partes, esa historia que está por detrás o por arriba de cada cuento? Es una historia incompleta pero inmensa, que excede las breves y ridículas historias de cada uno de los ridículos protagonistas. Y es el título quien nos da la pista: acaso sea la historia de un país, un país tan ridículo que tiene que ser inexistente, ficticio, o tal vez demasiado real. Lo que asoma por detrás de las partes, es la Historia argentina.



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