“¿Cómo
empezar —porque todo tiene su principio— la historia que servirá de respuesta?
Ya sé. Lo
mejor es atenerse a las convenciones del género, pisar terreno seguro, allá
vamos.
Había una vez…”
“La vocación literaria”. Fresán
La editorial Planeta cataloga indefectiblemente Historia argentina como libro de cuentos. Y no hay dudas, ¿o sí?:
cada una de las partes que comprenden este libro, son cuentos, señoras y
señores. Cuentos, cuentos con todas las letras. Y cuando uno empieza a leer,
tampoco lo duda: la primera historia trata de un muchacho al que, para
castigarlo por su fanatismo por Mickey Mouse, su familia mandó a trabajar en un
restaurante londinense durante la guerra de Malvinas; la segunda, de dos
incomprendidos y adelantados padres de la patria en aquella época fundacional; la
tercera, sobre un encuentro amoroso muy particular. Y así uno va leyendo los
cuentos como entidades autónomas, independientes, autosuficientes. Son todos
cuentos, lo que se dice cuentos, lo que uno llama cuentos. Historias breves,
separadas, independientes, unidas en un libro por algún criterio oculto que se
nos escapa.
Pero de pronto uno levanta la cabeza del libro, como tocado por el mágico
Mickey Mouse en la película Fantasía y
piensa: ¿Este Alejo será el mismo que el del otro cuento? ¿Este Dellaroca es el
mismo que se menciona en el cuento anterior? Y de pronto todo empieza a caer en
su lugar, y uno descubre que el personaje de una de las tres historias que
forman parte de “La soberanía nacional”, que narra el encuentro de un soldado
argentino con un Gurkha durante la guerra de Malvinas, es el narrador de otro
de los cuentos, que a su vez es el hermano con mala suerte de aquel muchacho
fanático de Mickey del primer relato. De pronto uno cae en la cuenta de que el
narrador de uno de los cuentos es el protagonista de otro; que el personaje
principal de un cuento aparece nombrado como al pasar en otros; que la obra
musical de un personaje secundario apenas entrevisto en un cuento es objeto de
análisis en otro; que el niño, personaje de un cuento, es el escritor de otro
de los cuentos; y así sucesivamente. De pronto uno descubre que cada cuento no estaba
situado en un universo aislado, totalmente distinto de los otros, si no que
todos participan del mismo mundo, en el que todos los personajes cohabitan y se
interrelacionan. Y así uno logra entrever, acaso suponer, un todo mucho mayor
que la suma de cada una de las partes.
Al momento de repensar un libro, uno vuelve necesariamente al título. Los títulos son algo raro. Yo personalmente les hago menos caso del que debería.
Pienso que su principal objetivo es vender, como si fuera un gancho para que
uno compre o tenga ganas de leer el libro; y usualmente dejo el título ahí
tirado, a un costado, como quien rompe el envoltorio de un regalo, y me adentro
al libro impaciente, como buscando la verdad en las hojas, y no en la tapa. Sin
embargo, hay casos en los que el título te ofrece una clave para interpretar el
contenido del libro. Y en este caso, volviendo al título entendí todo: entendí
que es un libro incomprensible. Este no es un libro de cuentos (en ese caso, se
llamaría Historias argentinas, ¿no?)
y tampoco es una novela. Al igual que Mantra,
o que La parte inventada, este libro
es inclasificable, está hecho de pequeños fragmentos, historias que uno podría
hacer pasar por cuentos, y que uno puede leer sin necesidad de remitirse al resto
del libro. Pero el todo está ahí, se asoma tímido. Y uno se pregunta: ¿cuál es ese
todo? ¿Esa historia más grande que intenta contar con cada una de las partes,
esa historia que está por detrás o por arriba de cada cuento? Es una historia incompleta
pero inmensa, que excede las breves y ridículas historias de cada uno de los
ridículos protagonistas. Y es el título quien nos da la pista: acaso sea la
historia de un país, un país tan ridículo que tiene que ser inexistente,
ficticio, o tal vez demasiado real. Lo que asoma por detrás de las partes, es
la Historia argentina.
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