El sol se cuela por un agujero de la
chapa del techo e ilumina a la araña que, descubierta en mitad de su telaraña,
intimidada, se precipita a su nido en un huequito de la pared. El sol es débil,
y cada día que se aleja el verano y se adentra en el otoño, se debilita más. El
haz de luz pasa como mojando a la translúcida telaraña y va a asentarse, metros
más allá, sobre el tejido de lana blanca. El agujero de uno o dos centímetros
es circular, y el rayo que lo atraviesa toma su forma pequeña y algo ovalada. Su
luz casi no calienta. Pero atraviesa la chapa, la telaraña, el aire silencioso y
polvoriento de la mañana y va a recostarse, cansinamente, sobre el tejido de
lana blanca que se menea y contonea bajo el movimiento suave, lento pero
continuo, de los brazos y las agujas. El tejido blanco y todavía demasiado
germinal para ser algo más que un par de hilos enrevesados y promisorios, se vuelve
reverberante y con su movimiento y su luz ilumina la cara esperanzada y joven
de la tejedora. Su cara no desvela
ningún sentimiento: esos quedan dentro suyo, igual que el nombre de aquel
hombre especial que otros intuyen y nadie conoce. Por la pantalla detrás de su
frente pasan imágenes crueles y sentimientos turbulentos, pero ella los
interrumpe voluntariamente, a su antojo y las transforma en melodías
familiares, de sosiego y calma. Transforma las imágenes tensas y vibrantes en felices
melodías de pájaros cantando, de fuego crepitando en el horno del pan, de agua
brotando de lo hondo de la tierra hacia la superficie. Levanta la vista de su
tejido blanco y luminoso. Contempla la casa tranquila como nunca: todos
salieron y ella prefirió quedarse, tejer una bufandita previsora. La silla
donde está sentada es incómoda. Baja los brazos, alivia la tensión monocorde y repetitiva
del tejido. Siente una ligera suavidad en el vientre. Una caricia tibia. Levanta
la mirada y ve cómo el sol se cuela por un agujero de la chapa del techo, roza como
mojando una translúcida telaraña, atraviesa el aire silencioso y algo polvoriento
de la mañana y se posa, delicado y tibio, débil, en su vientre. Se mira, contempla
el circulito luminoso sobre su panza. Siente náuseas. Por la pantalla detrás de
su frente pasan imágenes crueles, sentimientos turbulentos. Los disipa voluntariamente.
Para dejar de pensar, retoma las agujas. El sol vuelve a reverberar sobre la lana
blanca y a iluminar indirectamente su rostro. Reemprende el clac clac clac de las
agujas golpeándose, rozándose mutuamente. Recomienza el tejido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario