¡Ay warmallay warma
yuyayhunkim, yuyayhunkim!
Jhatun yurak’ ork’o
kutiykachimunki;
abrapi puquio, pampapi puquio
yank’atak’ yakuyananman.
Alkunchallay, kutiykamchu
Riti ork’o, jhatun riti ork’o
Yank’tak’ ñannimpi ritiwalk’;
yank’atak wayra
ñannimpi k’ochapaykunkiman.
Amas pára amas pára
aypankichu;
amas k’ak’a, amas k’aka
ñannmpi tuñinkichu.
¡Ay warmallay warma
kutiykamunki
kutiyamunkipuni! [1]
Canción popular peruana.
[1] ¡No te olvides, mi pequeño,/ no te olvides!/ Cerro blanco,/ hazlo volver;/ agua de la montaña, manantial de la pampa/ que nunca muere de sed./ Halcón, cárgalo en tus alas/ y hazlo volver./ Inmensa nieve, padre de la nieve,/ no lo hieras en el camino./ Mal viento,/ no lo toques./ Lluvia de tormenta,/ no lo alcances./ No, precipicio, atroz precipicio,/ no lo sorprendas./ ¡Hijo mío,/ has de volver,/ has de volver!
yuyayhunkim, yuyayhunkim!
Jhatun yurak’ ork’o
kutiykachimunki;
abrapi puquio, pampapi puquio
yank’atak’ yakuyananman.
Alkunchallay, kutiykamchu
Riti ork’o, jhatun riti ork’o
Yank’tak’ ñannimpi ritiwalk’;
yank’atak wayra
ñannimpi k’ochapaykunkiman.
Amas pára amas pára
aypankichu;
amas k’ak’a, amas k’aka
ñannmpi tuñinkichu.
¡Ay warmallay warma
kutiykamunki
kutiyamunkipuni! [1]
Canción popular peruana.
[1] ¡No te olvides, mi pequeño,/ no te olvides!/ Cerro blanco,/ hazlo volver;/ agua de la montaña, manantial de la pampa/ que nunca muere de sed./ Halcón, cárgalo en tus alas/ y hazlo volver./ Inmensa nieve, padre de la nieve,/ no lo hieras en el camino./ Mal viento,/ no lo toques./ Lluvia de tormenta,/ no lo alcances./ No, precipicio, atroz precipicio,/ no lo sorprendas./ ¡Hijo mío,/ has de volver,/ has de volver!
AL IDIOMA ALEMÁN
Mi destino es la lengua castellana,
El bronce de Francisco de Quevedo,
Pero en la lenta noche caminada,
Me exaltan otras músicas más íntimas.
Alguna me fue dada por la sangre-
Oh voz de Shakespeare y de la Escritura-,
Otras por el azar, que es dadivoso,
Pero a ti, dulce lengua de Alemania,
Te he elegido y buscado, solitario.
A través de vigilias y gramáticas,
De la jungla de las declinaciones,
Del diccionario, que no acierta nunca
Con el matiz preciso, fui acercándome.
Mis noches están llenas de Virgilio,
Dije una vez; también pude haber dicho
de Hölderlin y de Angelus Silesius.
Heine me dio sus altos ruiseñores;
Goethe, la suerte de un amor tardío,
A la vez indulgente y mercenario;
Keller, la rosa que una mano deja
En la mano de un muerto que la amaba
Y que nunca sabrá si es blanca o roja.
Tú, lengua de Alemania, eres tu obra
Capital: el amor entrelazado
de las voces compuestas, las vocales
Abiertas, los sonidos que permiten
El estudioso hexámetro del griego
Y tu rumor de selvas y de noches.
Te tuve alguna vez. Hoy, en la linde
De los años cansados, te diviso
Lejana como el álgebra y la luna.
Jorge Luis Borges
en El oro de los tigres, 1972.[2]
[2] En el original, estos dos poemas estaban en dos columnas: uno frente al otro; pero por errores técnicos e ignorancia del autor, tuvieron que quedar uno arriba, otro abajo.
Benito (sus amigos le decían Binu, pero todavía no entramos en confianza,
así que por lo pronto es Benito para nosotros) consiguió hospedaje en una
pensión en Once. Inmigró a nuestro
cuento a principios de los ochenta, pero llegó a la Argentina en el 77, para
trabajar en una zafra en Tucumán; por razones que no nos incumben (económicas,
sociales, políticas, elijan la que más les guste), a principios de nuestro
relato se mudó a la ciudad de Buenos Aires. Decíamos entonces que Benito
consiguió un cuarto en una pensión en Once. Lo aceptó por el precio bajo y
porque muchos conocidos suyos se habían asentado en esa zona para vender lo que
pudieran en las cercanías a Plaza Miserere. Muchas razones le habrían hecho
declinar la oferta, ya que el cuarto era muy pequeño, no tenía baño ni ventanas
y las paredes y el techo estaban descascarándose por la humedad, la falta de
mantenimiento y la antigüedad del edificio. Pero evidentemente Benito consideró
que los beneficios eran mayores que los maleficios, si se los puede llamar así.
Para hacer una mejor presentación de nuestro personaje, podemos afirmar que es oriundo de Andahuaylas, Perú,
nacido un 24 de octubre de 1960; que quedó huérfano de madre a los 7 años al
nacer su hermana menor, trece años antes de mudarse a la susodicha pensión en
Once; que es el mayor de cuatro hermanos; que no tuvo ni en su pueblo natal, ni
en sus tres años de estadía en Tucumán, pareja estable; a sus diecisiete años y
por motivación propia decidió mudarse a Argentina prometiendo (y cumpliendo la
promesa) de mandar toda la plata que pudiera a su padre y a sus tres hermanos
menores. Esta decisión no fue fácilmente
aceptada por su padre, cuyo orgullo estaba dañado por la propuesta de su hijo,
pero también por las causas que habían motivado a Benito a tomar esta decisión:
era evidente que con su trabajo no alcanzaba para mantener a los cuatro hijos,
y la partida de su hijo lo aliviaba de manera doble: habría una boca menos que
alimentar y recibiría algo de plata por mes para alimentar a las cuatro bocas
que aún quedaban en la casa paterna. Ambos hombres, al abrazarse profundamente,
antes de partir Benito, se prometieron lo mismo: que cuando estuvieran mejor
económicamente la familia volvería a unirse: el papá de Benito le dijo que lo
iba a traer de nuevo a su pueblo natal y que iban a vivir tranquilamente; por
su parte, nuestro personaje le dijo que cuando se asentara en Tucumán (donde ya
había conseguido un trabajo), mandaría a buscar a toda la familia para volver a
vivir juntos, para volver a empezar, más tranquilamente, en otro país.
Si se
tomaran el trabajo de sacar la cuenta, sabrían que para la época en que les
contaba al principio del relato, cuando se mudó a la pensión, Benito tenía
veinte años y con tan escasa edad ya había cambiado de domicilio dos veces y,
como se desprende de esto, había vivido en tres lugares diferentes. Pero lo que
nos interesa ahora es su estancia en la pensión del barrio de Balvanera,
también conocido como Once, a escasas cuadras de la plaza popularmente conocida
como Once por estar frente a la estación Once de Septiembre, pero también
conocida, oficialmente, como Miserere. Al principio, Humberto, ex compañero de
la zafra, con espíritu solidario lo ayudó mostrándole la ciudad y el barrio,
compartiendo sus experiencias comerciales, y no tanto. Sin embargo, un día, sin
avisar a nadie, el que ya empezaba a ser el único amigo de Benito en esta nueva
ciudad y en este no-tan-nuevo país, parece que decidió abandonar su trabajo,
sus amigos, etc, y volverse a su Paraguay natal o mudarse a algún otro barrio
de la ciudad, ya que no volvió a aparecer por el barrio de Once ni Benito ni
nadie que me haya enterado, volvió a oír de él. Sin embargo, y a pesar de la falta de su
amigo, no se sentía mal porque había muchísimos compatriotas suyos con quienes
se sentía como en casa recordando (siempre en Quechua) carnavales, fiestas,
cosas que en Argentina estaban incomprensiblemente prohibidas por ley.
Una noche, Binu (si se nos
permite el atrevimiento) despertó un poco asustado por el penetrante olor a humedad que de repente
invadía su cuarto de la pensión. Se paró, pisando escombros con los pies
descalzos y prendió la luz, la única que
había en el cuartito, una lamparita que pendía de los cables del techo. El
revoque de una de las paredes se había desprendido completamente. Se podían ver
los antiguos ladrillos (probablemente nadie los hubiera visto desde que habían
puesto el revoque, “Hace como cien años que ningún humano ve estos ladrillos”,
pensó nuestro personaje, sintiéndose especial). Salteando los detalles
innecesarios sobre cómo Binu tuvo que barrer el piso antes de volverse a
dormir, cómo tuvo que explicarse y pelearse con el dueño de la pensión por
quién iba a reparar los daños causados por nadie (que se definió, obviamente,
en perjuicio de nuestro inmigrante personaje), cómo tuvo que decidir dejar los
ladrillos a la vista y soportar lo que antes llamamos penetrante olor a humedad
que poco a poco se fue diluyendo, no podríamos afirmar si porque la humedad se
fue secando o porque Benito se fue acostumbrando. Salteando todos estos
detalles, decía, me gustaría comentarles, estimados lectores, lo que no puede
no ser comentado: entre tanto escombro antiguo, entre tanto polvo antiguo,
entre tanta humedad antigua, entre tantos ladrillos antiguos, había otra cosa
antigua: un papel, más antiguo que los ladrillos, que los revoques, que las
humedades, un papel no sólo amarillado por la edad, sino que enverdecido (¿cabe
el adjetivo reverdecido?) por la humedad. Un papel escrito, claramente.
Fechado, firmado, dirigido, emitido, remitido, asumimos que recibido,
seguramente escondido. En suma, una carta. Una carta escrita, fechada en,
firmada por, dirigida a, emitida por, remitida a, asumimos que recibida por
alguien, aseguramos que escondida por otro alguien o por el mismo alguien que
la escribió o que la recibió. Esa carta estaba sobre un papel amarillado pero
también reverdecido, enverdecido, humedecido, podrido, pero, como pudo
comprobar Binu, para nada frágil. El papel era elástico, flexible,
probablemente por la humedad. Estaba, lo que se dice, intacto, a pesar del
contacto con bichos, seguramente con ratas, con la humedad, con el revoque y
con el tiempo. Estaba verde, sí, estaba húmedo, sí, pero estaba intacto; ni
siquiera la tinta estaba corrida. ¿Es esto posible? Van a tener que creerme,
quiéranlo o no, salvo que se tomen el atrevimiento de preguntarle a Binu en persona(je) (si
es que lo encuentran: sé bien, por experiencia propia, que no es fácil encontrar
a un personaje de ficción no siéndolo uno mismo a su vez) quien estoy seguro
que responderá que todo lo que cuento es tal cual como le pasó: que se despertó
sobresaltado una noche por la caída del revoque, que encontró entre
antiquísimos ladrillos y caños igual de antiguos (sí, de los caños no hablé,
pero no me pareció imprescindible) una antiquísima carta, reverdecida por la
humedad, escrita, fechada, etc…, pero también intacta, con la tinta totalmente
impregnada al papel tal como la había impregnado el autor de la carta
muchísimos años antes. Bueno, yendo a lo importante: ¿qué decía la carta, quién
la había escrito, cuándo y a quién? Todo lo que podemos decir, es que no estaba
escrita en castellano (estaba escrita en alemán, pero a pesar del poliglotismo,
o bilingüismo de Binu, nuestro personaje no conocía ni reconocía este
idioma), que estaba fechada un 24 de März
de 1776, dirigida a Markus Herz, firmada por I. K.
Jorge Luis Borges, después de terminado su desayuno
con Corn Flakes, le pidió a su secretaria que lo acompañara a pasear a la Plaza
San Martín, ya que a causa de su ceguera casi total, no podía moverse solo. Por
razones que no podríamos precisar (¿acaso alguna vez se pueden precisar las
razones, más que aventurarlas?), el paseo matutino de Jorge Luis derivó en un
paseo en taxi por la capital y concluyó en el barrio del Abasto, por donde,
mezclándose con el pueblo, cosa poco común en él, Jorge Luis decidió caminar
para llegar, como quien no quiere la cosa, a las cercanías de la plaza
Miserere, también conocida como plaza Once por estar frente a la estación Once
de Septiembre. Borges le comentó a su secretaria que le gustaba pasear por ese
barrio, a pesar de no ser el más pintoresco de la ciudad, porque no se sentía
observado: casi nadie lo reconocía. Y por esos vericuetos, digamos laberintos,
para hacer honor al escritor a quien tanto le gustaban, del destino, por esas
coincidencias de las que nunca habría que abusar demasiado al escribir un
cuento de este calibre, Borges, casi sin ver, pero con una intuición certera,
pasó al lado de Benito y, quién sabe si por el extraño y antiguo olor a
humedad, si por una conexión trascendental (nunca mejor usada la palabra) del
escritor con las letras sobre todo alemanas, o por qué inefable razón, Borges
vio, entre pelotas de fútbol y medias (a 5 pesos el par), la carta manuscrita
que Binu había encontrado y no había dudado en poner a la venta. Borges, quien,
según cuenta la leyenda, se había puesto a llorar al aprender el idioma alemán,
al comprender su hermosura, sin dudarlo, sin preguntar el precio le extendió un
manojo de billetes a Binu, quien se había puesto a llorar cuando su padre, en quechua
le explicó que su madre había muerto dando a luz a su hermana menor, que sin
reclamos lo aceptó. Nuestros dos personajes se saludaron, se desearon buena
suerte y volvieron a ser dos desconocidos. Sin consultar el contenido, Borges
le pidió a su secretaria que parara urgentemente un taxi y se fueron, sin
demoras, al viejo departamento (sin dudas mejor mantenido que el de Benito)
donde habitaba Jorge Luis.
Mientras su empleada preparaba el té, Borges se
acomodó en su biblioteca. Llamó por teléfono a su amigo Bioy y le pidió que
fuera urgente a su departamento: había conseguido una carta manuscrita por la
mismísima mano de Immanuel Kant. Con un
esfuerzo colosal, y después de haber abierto todas las cortinas y de haber
prendido todas las luces, lupa en mano, Borges intentó leer la carta, pero sólo
pudo ver oscuridad, sombras claras sobre un fondo negro. Distinguió, sí,
aunque más guiado por su información y por sus conocimientos anteriores que por
fiables datos sensibles, la fecha de la carta y la inconfundible firma de Kant,
la misma que estaba inscripta en letras doradas sobre su ejemplar de la Kritik
der reinen Vernunft. Adolfo Bioy
Casares llegó en seguida. Observó la carta y afirmó lo que Borges ya sabía: era
la caligrafía de Kant. Esta carta era, igual que las que ya habían visto en
otra oportunidad durante su visita a la Albertina (antes de ser totalmente destruida durante la
segunda guerra, antes de pasar a llamarse Universidad de Kaliningrado y,
obviamente muchísimo antes de llamarse Universidad Immanuel Kant, que eso no
pasaría hasta luego de veinticinco años de terminado este cuento), escrita por
Kant, pero con el no insignificante detalle de ser inédita, desconocida; se
tomaron el trabajo de corroborarlo: en ningún catálogo de obras del filósofo prusiano,
en ninguna enciclopedia, en ningún índice de ningún libro de epístolas de Kant
figuraba esa carta dedicada a Markus Hertz, fechada un 24 de Marzo de 1776.
Tenían en sus manos, los dos celebrísimos escritores argentinos, una carta
totalmente desconocida por el mundo académico o por el resto del mundo (a
excepción de un inmigrante peruano que, si bien conocía la carta, desconocía el
contenido; del autor de la susodicha, y de un desconocido al menos para nosotros, que optó,
antes que darla a conocer, esconderla, emparedarla bajo el revoque de un
edificio del Once) de una de las figuras más importantes de nuestra era
posiblemente desde el advenimiento del hijo de Dios. Y sin embargo, a esta
altura del relato tampoco ellos conocen el contenido. Y esto es porque Bioy,
embargado de asombro y de sorpresa no pudo prestarle atención a la carta del
filósofo. Pero no faltó mucho para eso: después de festejar largamente el
descubrimiento borgiano en un puesto de porquerías de Once, Adolfo se decidió,
se sentó frente a Jorge, se puso los gruesos lentes de carey y se dispuso a
leer la carta: “Mein lieber freund…”.
Si bien sabían que tenían en sus manos quizá el
descubrimiento más importante del siglo XX, no se podían imaginar la
inmensidad, la gravedad de lo que decía la carta, ni podían concebir siquiera
las consecuencias que se derivarían si esa carta se llegara a hacer pública.
Terminó Bioy de leer, terminó el sonido de su voz de entrar por los tímpanos no-tan-gastados-como-los-ojos
de Borges, terminaron ambos cerebros de procesar la información y se quedaron
callados; sin ánimos siquiera de probar las masitas que traía en ese preciso
instante la empleada de Borges que a ambos tanto les gustaban. Bioy se paró,
dejándole la carta en el escritorio a Borges, le dijo a su amigo que iba a
volver a primera hora del día siguiente y se fue, no sin antes decir: “Esto es
demasiado como para no ser ficción. Para honrar debidamente este descubrimiento
habría que escribir un cuento”. Esa noche, Borges no durmió: se hizo leer por
su ayudante de turno los Prolegómenos a
toda metafísica futura que pueda presentarse como ciencia y la Crítica de la Razón Práctica, la Crítica del Juicio y la Lógica. A las seis de la mañana, cuando
llegó Bioy, Borges le pidió al muchacho que se retire, diciéndole que por favor
guardara los libros con cuidado en la biblioteca. Bioy y Borges se miraron y se
dijeron lo que estuvieron pensando durante la noche. Llegaron a la conclusión
de que, si bien lo único que podían hacer era escribir un cuento, ese cuento ya
estaba escrito y eso que les estaba pasando, ya les había pasado una vez mientras
ojeaban un ejemplar de la Anglo-American Cyclopaedia. Borges le entregó la
carta a Bioy y le pidió que la guardara en la biblioteca, que por favor tuviera
cuidado de guardarla con criterio, así, si más adelante la quisiera releer, la
podría encontrar inmediatamente al lado del resto de las novelas de Kant; y ahí quedó la carta, ignorada, hasta
desintegrarse por el paso de las noches y los días o, si prefieren, del infinito
tiempo circular.
Iván: muy bueno!!!!
ResponderEliminarAbrazo...