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Todo lo que hay en este blog es literatura. Puede ser interpretada como se quiera, por ende y todo lo que se diga al respecto será respetable y respetado. Es por eso que pido a los lectores y visitantes de este blog que comenten; lo que les parezca, "su opinión nos interesa".



Además me gustaría aclarar que toda la producción publicada en este blog no es mía propia, sino que en todo me ayudó, poco más o poco menos, pero siempre significativamente, Hernán Tenorio.



martes, 8 de noviembre de 2011

La carta


¡Ay warmallay warma                                                                              
yuyayhunkim, yuyayhunkim!                                                              
Jhatun yurak’ ork’o                                                                                      
kutiykachimunki;                                                                            
abrapi puquio, pampapi puquio                                                              
yank’atak’ yakuyananman.                                                          
Alkunchallay, kutiykamchu                                                                      
Riti ork’o, jhatun riti ork’o                                                              
Yank’tak’ ñannimpi ritiwalk’;                                                                    
yank’atak wayra                                                                                      
ñannimpi k’ochapaykunkiman.                                                                  
Amas pára amas pára                                                                    
aypankichu;                                                                                          
amas k’ak’a, amas k’aka                                                                    
ñannmpi tuñinkichu.                                                                        
¡Ay warmallay warma                                                                        
kutiykamunki                                                                                              
kutiyamunkipuni! [1]                                        
Canción popular peruana.                                                                        


[1] ¡No te olvides, mi pequeño,/ no te olvides!/ Cerro blanco,/ hazlo volver;/ agua de la montaña, manantial de la pampa/ que nunca muere de sed./ Halcón, cárgalo en tus alas/ y hazlo volver./ Inmensa nieve, padre de la nieve,/ no lo hieras en el camino./ Mal viento,/ no lo toques./ Lluvia de tormenta,/ no lo alcances./ No, precipicio, atroz precipicio,/ no lo sorprendas./ ¡Hijo mío,/ has de volver,/ has de volver!


AL IDIOMA ALEMÁN

Mi destino es la lengua castellana,          
                                 El bronce de Francisco de Quevedo,
Pero en la lenta noche caminada,
Me exaltan otras músicas más íntimas.
Alguna me fue dada por la sangre-
Oh voz de Shakespeare y de la Escritura-,
Otras por el azar, que es dadivoso,
Pero a ti, dulce lengua de Alemania,
Te he elegido y buscado, solitario.
A través de vigilias y gramáticas,
De la jungla de las declinaciones,
Del diccionario, que no acierta nunca
Con el matiz preciso, fui acercándome.
Mis noches están llenas de Virgilio,
Dije una vez; también pude haber dicho
de Hölderlin y de Angelus Silesius.
   Heine me dio sus altos ruiseñores;
Goethe, la suerte de un amor tardío,  
 A la vez indulgente y mercenario;
Keller, la rosa que una mano deja
En la mano de un muerto que la amaba
Y que nunca sabrá si es blanca o roja.
Tú, lengua de Alemania, eres tu obra
Capital: el amor entrelazado 
de las voces compuestas, las vocales
Abiertas, los sonidos que permiten
El estudioso hexámetro del griego
Y tu rumor de selvas y de noches.
Te tuve alguna vez. Hoy, en la linde
De los años cansados, te diviso
Lejana como el álgebra y la luna.
Jorge Luis Borges
en El oro de los tigres, 1972.[2]


[2] En el original, estos dos poemas estaban en dos columnas: uno frente al otro; pero por errores técnicos e ignorancia del autor, tuvieron que quedar uno arriba, otro abajo.

Benito (sus amigos le decían Binu, pero todavía no entramos en confianza, así que por lo pronto es Benito para nosotros) consiguió hospedaje en una pensión en Once. Inmigró a nuestro cuento a principios de los ochenta, pero llegó a la Argentina en el 77, para trabajar en una zafra en Tucumán; por razones que no nos incumben (económicas, sociales, políticas, elijan la que más les guste), a principios de nuestro relato se mudó a la ciudad de Buenos Aires. Decíamos entonces que Benito consiguió un cuarto en una pensión en Once. Lo aceptó por el precio bajo y porque muchos conocidos suyos se habían asentado en esa zona para vender lo que pudieran en las cercanías a Plaza Miserere. Muchas razones le habrían hecho declinar la oferta, ya que el cuarto era muy pequeño, no tenía baño ni ventanas y las paredes y el techo estaban descascarándose por la humedad, la falta de mantenimiento y la antigüedad del edificio. Pero evidentemente Benito consideró que los beneficios eran mayores que los maleficios, si se los puede llamar así. Para hacer una mejor presentación de nuestro personaje, podemos  afirmar que es oriundo de Andahuaylas, Perú, nacido un 24 de octubre de 1960; que quedó huérfano de madre a los 7 años al nacer su hermana menor, trece años antes de mudarse a la susodicha pensión en Once; que es el mayor de cuatro hermanos; que no tuvo ni en su pueblo natal, ni en sus tres años de estadía en Tucumán, pareja estable; a sus diecisiete años y por motivación propia decidió mudarse a Argentina prometiendo (y cumpliendo la promesa) de mandar toda la plata que pudiera a su padre y a sus tres hermanos menores.  Esta decisión no fue fácilmente aceptada por su padre, cuyo orgullo estaba dañado por la propuesta de su hijo, pero también por las causas que habían motivado a Benito a tomar esta decisión: era evidente que con su trabajo no alcanzaba para mantener a los cuatro hijos, y la partida de su hijo lo aliviaba de manera doble: habría una boca menos que alimentar y recibiría algo de plata por mes para alimentar a las cuatro bocas que aún quedaban en la casa paterna. Ambos hombres, al abrazarse profundamente, antes de partir Benito, se prometieron lo mismo: que cuando estuvieran mejor económicamente la familia volvería a unirse: el papá de Benito le dijo que lo iba a traer de nuevo a su pueblo natal y que iban a vivir tranquilamente; por su parte, nuestro personaje le dijo que cuando se asentara en Tucumán (donde ya había conseguido un trabajo), mandaría a buscar a toda la familia para volver a vivir juntos, para volver a empezar, más tranquilamente, en otro país.
Si se tomaran el trabajo de sacar la cuenta, sabrían que para la época en que les contaba al principio del relato, cuando se mudó a la pensión, Benito tenía veinte años y con tan escasa edad ya había cambiado de domicilio dos veces y, como se desprende de esto, había vivido en tres lugares diferentes. Pero lo que nos interesa ahora es su estancia en la pensión del barrio de Balvanera, también conocido como Once, a escasas cuadras de la plaza popularmente conocida como Once por estar frente a la estación Once de Septiembre, pero también conocida, oficialmente, como Miserere. Al principio, Humberto, ex compañero de la zafra, con espíritu solidario lo ayudó mostrándole la ciudad y el barrio, compartiendo sus experiencias comerciales, y no tanto. Sin embargo, un día, sin avisar a nadie, el que ya empezaba a ser el único amigo de Benito en esta nueva ciudad y en este no-tan-nuevo país, parece que decidió abandonar su trabajo, sus amigos, etc, y volverse a su Paraguay natal o mudarse a algún otro barrio de la ciudad, ya que no volvió a aparecer por el barrio de Once ni Benito ni nadie que me haya enterado, volvió a oír de él.  Sin embargo, y a pesar de la falta de su amigo, no se sentía mal porque había muchísimos compatriotas suyos con quienes se sentía como en casa recordando (siempre en Quechua) carnavales, fiestas, cosas que en Argentina estaban incomprensiblemente prohibidas por ley. 
                Una noche, Binu (si se nos permite el atrevimiento) despertó un poco asustado por  el penetrante olor a humedad que de repente invadía su cuarto de la pensión. Se paró, pisando escombros con los pies descalzos  y prendió la luz, la única que había en el cuartito, una lamparita que pendía de los cables del techo. El revoque de una de las paredes se había desprendido completamente. Se podían ver los antiguos ladrillos (probablemente nadie los hubiera visto desde que habían puesto el revoque, “Hace como cien años que ningún humano ve estos ladrillos”, pensó nuestro personaje, sintiéndose especial). Salteando los detalles innecesarios sobre cómo Binu tuvo que barrer el piso antes de volverse a dormir, cómo tuvo que explicarse y pelearse con el dueño de la pensión por quién iba a reparar los daños causados por nadie (que se definió, obviamente, en perjuicio de nuestro inmigrante personaje), cómo tuvo que decidir dejar los ladrillos a la vista y soportar lo que antes llamamos penetrante olor a humedad que poco a poco se fue diluyendo, no podríamos afirmar si porque la humedad se fue secando o porque Benito se fue acostumbrando. Salteando todos estos detalles, decía, me gustaría comentarles, estimados lectores, lo que no puede no ser comentado: entre tanto escombro antiguo, entre tanto polvo antiguo, entre tanta humedad antigua, entre tantos ladrillos antiguos, había otra cosa antigua: un papel, más antiguo que los ladrillos, que los revoques, que las humedades, un papel no sólo amarillado por la edad, sino que enverdecido (¿cabe el adjetivo reverdecido?) por la humedad. Un papel escrito, claramente. Fechado, firmado, dirigido, emitido, remitido, asumimos que recibido, seguramente escondido. En suma, una carta. Una carta escrita, fechada en, firmada por, dirigida a, emitida por, remitida a, asumimos que recibida por alguien, aseguramos que escondida por otro alguien o por el mismo alguien que la escribió o que la recibió. Esa carta estaba sobre un papel amarillado pero también reverdecido, enverdecido, humedecido, podrido, pero, como pudo comprobar Binu, para nada frágil. El papel era elástico, flexible, probablemente por la humedad. Estaba, lo que se dice, intacto, a pesar del contacto con bichos, seguramente con ratas, con la humedad, con el revoque y con el tiempo. Estaba verde, sí, estaba húmedo, sí, pero estaba intacto; ni siquiera la tinta estaba corrida. ¿Es esto posible? Van a tener que creerme, quiéranlo o no, salvo que se tomen el atrevimiento de preguntarle a Binu en persona(je) (si es que lo encuentran: sé bien, por experiencia propia, que no es fácil encontrar a un personaje de ficción no siéndolo uno mismo a su vez) quien estoy seguro que responderá que todo lo que cuento es tal cual como le pasó: que se despertó sobresaltado una noche por la caída del revoque, que encontró entre antiquísimos ladrillos y caños igual de antiguos (sí, de los caños no hablé, pero no me pareció imprescindible) una antiquísima carta, reverdecida por la humedad, escrita, fechada, etc…, pero también intacta, con la tinta totalmente impregnada al papel tal como la había impregnado el autor de la carta muchísimos años antes. Bueno, yendo a lo importante: ¿qué decía la carta, quién la había escrito, cuándo y a quién? Todo lo que podemos decir, es que no estaba escrita en castellano (estaba escrita en alemán, pero a pesar del poliglotismo, o bilingüismo de Binu, nuestro personaje no conocía ni reconocía este idioma),  que estaba fechada un 24 de März de 1776, dirigida a Markus Herz, firmada por I. K.


                Jorge Luis Borges, después de terminado su desayuno con Corn Flakes, le pidió a su secretaria que lo acompañara a pasear a la Plaza San Martín, ya que a causa de su ceguera casi total, no podía moverse solo. Por razones que no podríamos precisar (¿acaso alguna vez se pueden precisar las razones, más que aventurarlas?), el paseo matutino de Jorge Luis derivó en un paseo en taxi por la capital y concluyó en el barrio del Abasto, por donde, mezclándose con el pueblo, cosa poco común en él, Jorge Luis decidió caminar para llegar, como quien no quiere la cosa, a las cercanías de la plaza Miserere, también conocida como plaza Once por estar frente a la estación Once de Septiembre. Borges le comentó a su secretaria que le gustaba pasear por ese barrio, a pesar de no ser el más pintoresco de la ciudad, porque no se sentía observado: casi nadie lo reconocía. Y por esos vericuetos, digamos laberintos, para hacer honor al escritor a quien tanto le gustaban, del destino, por esas coincidencias de las que nunca habría que abusar demasiado al escribir un cuento de este calibre, Borges, casi sin ver, pero con una intuición certera, pasó al lado de Benito y, quién sabe si por el extraño y antiguo olor a humedad, si por una conexión trascendental (nunca mejor usada la palabra) del escritor con las letras sobre todo alemanas, o por qué inefable razón, Borges vio, entre pelotas de fútbol y medias (a 5 pesos el par), la carta manuscrita que Binu había encontrado y no había dudado en poner a la venta. Borges, quien, según cuenta la leyenda, se había puesto a llorar al aprender el idioma alemán, al comprender su hermosura, sin dudarlo, sin preguntar el precio le extendió un manojo de billetes a Binu, quien se había puesto a llorar cuando su padre, en quechua le explicó que su madre había muerto dando a luz a su hermana menor, que sin reclamos lo aceptó. Nuestros dos personajes se saludaron, se desearon buena suerte y volvieron a ser dos desconocidos. Sin consultar el contenido, Borges le pidió a su secretaria que parara urgentemente un taxi y se fueron, sin demoras, al viejo departamento (sin dudas mejor mantenido que el de Benito) donde habitaba Jorge Luis.
                Mientras su empleada preparaba el té, Borges se acomodó en su biblioteca. Llamó por teléfono a su amigo Bioy y le pidió que fuera urgente a su departamento: había conseguido una carta manuscrita por la mismísima mano de Immanuel Kant.  Con un esfuerzo colosal, y después de haber abierto todas las cortinas y de haber prendido todas las luces, lupa en mano, Borges intentó leer la carta, pero sólo pudo ver oscuridad, sombras claras sobre un fondo negro. Distinguió, sí, aunque más guiado por su información y por sus conocimientos anteriores que por fiables datos sensibles, la fecha de la carta y la inconfundible firma de Kant, la misma que estaba inscripta en letras doradas sobre su ejemplar de la Kritik der reinen Vernunft. Adolfo Bioy Casares llegó en seguida. Observó la carta y afirmó lo que Borges ya sabía: era la caligrafía de Kant. Esta carta era, igual que las que ya habían visto en otra oportunidad durante su visita a la Albertina  (antes de ser totalmente destruida durante la segunda guerra, antes de pasar a llamarse Universidad de Kaliningrado y, obviamente muchísimo antes de llamarse Universidad Immanuel Kant, que eso no pasaría hasta luego de veinticinco años de terminado este cuento), escrita por Kant, pero con el no insignificante detalle de ser inédita, desconocida; se tomaron el trabajo de corroborarlo: en ningún catálogo de obras del filósofo prusiano, en ninguna enciclopedia, en ningún índice de ningún libro de epístolas de Kant figuraba esa carta dedicada a Markus Hertz, fechada un 24 de Marzo de 1776. Tenían en sus manos, los dos celebrísimos escritores argentinos, una carta totalmente desconocida por el mundo académico o por el resto del mundo (a excepción de un inmigrante peruano que, si bien conocía la carta, desconocía el contenido; del autor de la susodicha, y de un desconocido al menos para nosotros, que optó, antes que darla a conocer, esconderla, emparedarla bajo el revoque de un edificio del Once) de una de las figuras más importantes de nuestra era posiblemente desde el advenimiento del hijo de Dios. Y sin embargo, a esta altura del relato tampoco ellos conocen el contenido. Y esto es porque Bioy, embargado de asombro y de sorpresa no pudo prestarle atención a la carta del filósofo. Pero no faltó mucho para eso: después de festejar largamente el descubrimiento borgiano en un puesto de porquerías de Once, Adolfo se decidió, se sentó frente a Jorge, se puso los gruesos lentes de carey y se dispuso a leer la carta: “Mein lieber freund…”.
                Si bien sabían que tenían en sus manos quizá el descubrimiento más importante del siglo XX, no se podían imaginar la inmensidad, la gravedad de lo que decía la carta, ni podían concebir siquiera las consecuencias que se derivarían si esa carta se llegara a hacer pública. Terminó Bioy de leer, terminó el sonido de su voz de entrar por los tímpanos no-tan-gastados-como-los-ojos de Borges, terminaron ambos cerebros de procesar la información y se quedaron callados; sin ánimos siquiera de probar las masitas que traía en ese preciso instante la empleada de Borges que a ambos tanto les gustaban. Bioy se paró, dejándole la carta en el escritorio a Borges, le dijo a su amigo que iba a volver a primera hora del día siguiente y se fue, no sin antes decir: “Esto es demasiado como para no ser ficción. Para honrar debidamente este descubrimiento habría que escribir un cuento”. Esa noche, Borges no durmió: se hizo leer por su ayudante de turno los Prolegómenos a toda metafísica futura que pueda presentarse como ciencia y la Crítica de la Razón Práctica, la Crítica del Juicio y la Lógica. A las seis de la mañana, cuando llegó Bioy, Borges le pidió al muchacho que se retire, diciéndole que por favor guardara los libros con cuidado en la biblioteca. Bioy y Borges se miraron y se dijeron lo que estuvieron pensando durante la noche. Llegaron a la conclusión de que, si bien lo único que podían hacer era escribir un cuento, ese cuento ya estaba escrito y eso que les estaba pasando, ya les había pasado una vez mientras ojeaban un ejemplar de la Anglo-American Cyclopaedia. Borges le entregó la carta a Bioy y le pidió que la guardara en la biblioteca, que por favor tuviera cuidado de guardarla con criterio, así, si más adelante la quisiera releer, la podría encontrar inmediatamente al lado del resto de las novelas de Kant; y ahí quedó la carta, ignorada, hasta desintegrarse por el paso de las noches y los días o, si prefieren, del infinito tiempo circular.






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