Yo no conocía a
Rodrigo Fresán. No lo conozco, todavía. Hasta el año pasado, apenas había leído
uno o dos cuentos suyos, sueltos, sin prestarles demasiada atención. Me habían
parecido buenos, pero no mucho. Ahora, dos novelas y más de mil páginas
después, sospecho que mi primera impresión fue errada.
Yo no conocía a Rodrigo Fresán.
No lo conozco todavía. Y cada vez que digo esto, recuerdo a una persona que
bien podría haber salido de una de sus novelas. Lo único que supe de él es que era
un vendedor de libros, o lo fue durante un tiempo. Sospecho que no más de una o
dos semanas. La única vez que lo traté fue una tarde, en la vereda del parque
Rivadavia, por donde paso casi todos los días. Él estaba con su mantita y sus
libros disfrutando del sol declinante de la tarde. No lo había visto antes,
aunque me aseguró que hacía dos semanas se acomodaba diariamente en esa vereda para
vender los libros de su biblioteca. Tenía bastantes, y estaban ordenados
prolijamente, casi con devoción. La mayoría eran libros muy buenos, y muchos eran
difíciles de conseguir, o caros. Era raro encontrar esa selección en un puesto
improvisado en la calle. Sin mucha lógica, me sentí un afortunado; como si esos
libros estuvieran ahí sólo para mí. Entre tantos libros interesantes, hubo dos
que me llamaron especialmente la atención: Entre
Paréntesis, un libro póstumo de ensayos de Roberto Bolaño, y Mantra, de Rodrigo Fresán, pero en ese
momento no tenía mucha plata encima. Como quien no quiere la cosa, le pregunté
si me podía hacer precio por los dos libros, o por lo menos por el de Bolaño,
que era el que más me interesaba. Se lo dije un poco actuando, como exagerando
mi desazón ante la falta de dinero. El vendedor no accedió. Parecía enojado, casi
indignado. Pero no porque intentara regatear, sino porque lo ofendía que prefiriera
comprarle los ensayos de Bolaño antes que la novela de Fresán. Empezó a
hablarme, a convencerme de que llevara el libro negro, con el muchacho enmascarado
que me señalaba intimidantemente, y no el rojo con la foto aburrida del
intelectual cruzado de brazos. No me acuerdo qué me decía; me acuerdo de sus
gestos entusiastas, y que repetía constantemente: “La gente no sabe lo que es
Fresán. La gente no conoce a Fresán”. Logró convencerme. Como el dinero no me
alcanzaba, le pedí que me guardara Mantra,
hasta el día siguiente, que iría a buscarlo y a pagarlo. Al día siguiente volví,
a pesar de la lluvia que caía. Sabía que no iba a estar, pero ya estaba
entusiasmado con el libro. Al otro día fue domingo, y aunque nuevamente acudí a
la cita, el vendedor no apareció, y así día tras día, hasta que sucumbí a la
tentación y lo compré nuevo en una librería, pagándolo más del doble. Al
vendedor no lo volví a ver, aunque como dije, paso diariamente por esa vereda.